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Seamos honestos: en Semana Santa solemos decir que nos quedamos en DF porque, como la raza se ha ido, es la única oportunidad que nos dejan para recorrer sus calles y disfrutarla. Pero esas son puras mentiras. Lo decimos porque somos unos antipáticos, porque nadie nos invitó o porque la vergüenza, la responsabilidad o qué sé yo no permiten imaginarnos que, al regreso de las vacaciones, terminemos formados en el Monte de Piedad. En una de ésas, incluso, lo decimos por envidia.
En mi caso, aún ignoro por qué no salgo en estos días, pero hasta hace unos años creía que el chilango power sólo iba a Acapulco para sufrir, para gastar lo que todavía no ganaban. Entonces un día me enviaron a seguirlos hasta el mar y entendí algo: el chilango, pese a todo, defiende su alegría como un derecho irrenunciable.
Recuerdo a unos jóvenes que viajaban en un vochito; el auto rodaba a la velocidad de la lombriz; hicieron ocho horas de camino, pero iban albureándose, cantando, poniéndose pedos. Me acuerdo de toda esa gente orgullosa de sí misma por haber tomado las palapas que había en Caletilla; ese sería su hotel, su baño, y de ahí nadie los movería hasta llegado el domingo de resurrección.
Pienso también en la raza que se unta aceite de coco y de tortuga como si fuera bloqueador, en las doñitas que cargan hasta con el perico y el gallo, y en toda esa gente que las finanzas cojas les dan sólo para comer tortas de huevo, sardinas, galletas y unas caguamas. Evoco a aquellos morros dentro del mar que manosean a las mujeres y a los tipos que se pelean porque alguien tocó las nalgas equivocadas.
Me acuerdo de la multitud caminando por el Acapulco Condesa, como si vinieran a un mitin de López Obrador. He visto también cómo abarrotan los Oxxo, las farmacias, los restaurantes, los antros y los taibols; es la conquista del barrio. Me gusta acordarme de la familia aquella que traía un colchón encima del toldo, del niño ése que se quitó el pañal en la alberca del hotel y de la doñita que lavó el anafre en el mar.
No olvido a todas las que se hacen trencitas, tampoco a los hombres que no sé de qué coliseo sacaron sus tangas de colores eléctricos, y siempre tengo presente a los que terminan en el médico por congestión alcohólica o los que son arrestados y cuya única preocupación es que el sábado de gloria no podrán mojarse. También me vienen a la mente la abuelita que nunca se quita el suéter, la lancha con fondo de cristal donde jamás ve uno a la virgen que está bajo el mar, y las casas de huéspedes a donde podría llegar un tuberculoso acompañado de una vaca y la recepcionista le rentaría un cuarto sin cuestionarse.
En todos los casos, créanme, nunca vi siquiera un dejo de preocupación. Quizá porque el chilango es así: mitad vale madre, mitad engreído. Se los digo en serio: desde aquella Semana Santa que los conocí no pasa año que me gustaría estar con ellos en Acapulco. No les importa cómo regresarán a trabajar, si vendrán con deudas, si llegarán todos bien, si volverán a salir de vacaciones en el verano o tendrán que esperar a que llegue diciembre. Lo que nunca podrán quitarles es su defensa a la alegría.
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*Estudió comunicación en la UNAM. Ha colaborado en Reforma, Milenio y El Universal y el semanario Emeequis. Es tres veces Premio Nacional de Periodismo en Crónica. Autor de Gumaro de Dios, el caníbal, Placa 36, Entre Perros y El más buscado.
(ALEJANDRO ALMAZÁN)