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La semana pasada uno de los dirigentes del área comercial de Librerías Gandhi me sacudió con un dato: “¿Sabes cuál fue el libro que más vendimos la semana anterior? Más que las sombras de Gray, que los libros de narcopolítica, que los libros de autoayuda y las novelas históricas: fue Los Miserables de Victor Hugo”. Un libro publicado en 1862, libre de derechos de autor del que existen cientos de ediciones en nuestro idioma.
Sin duda esta situación tuvo que ser impulsada por la reciente película homónima del director Tom Hooper. Mientras esta película vive sus últimas semanas en cartelera, otra adaptación fílmica de un gran clásico, Ana Karenina, acaba de ser estrenada y en unas cuantas semanas más una nueva versión de El Gran Gatsby llegará a las pantallas, protagonizada por Leonardo Di Caprio.
Independientemente de cuánto nos puedan gustar o no las adaptaciones hay que ponderarlas tomando en cuenta dos cuestiones: la primera es que compararlas con las obras originales es un acto baladí e intrascendente.
En primer lugar porque el cine es un lenguaje completamente diferente al literario. Exige reglas diferentes y ofrece posibilidades muy diversas. No deja de ser duro mirar la historia de Tólstoi convertida en una producción hollywoodense coreográfica (el carácter teatral de Los Miserables quizá sorprende menos por el legendario musical de Broadway), pero hay que aprender a valorar cada expresión de acuerdo a sus propios parámetros.
Hay ejemplos muy notables de adaptaciones cinematográficas grandiosas que no se asemejan al libro en el que fueron inspirados. Un ejemplo claro es Apocalipsis Now de Francis Ford Coppola, basada en El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad. La versión fílmica ocurre en Vietnam mientras que la original del escritor polaco transcurre en África. Ambas son magistrales y tienen un valor artístico independiente. Las películas de estos grandes clásicos parten con una gran desventaja al tener que erguirse entre la sombra de los grandes genios que crearon estas historias. Sin embargo tenemos que ser capaces de evaluar estos esfuerzos cinematográficos de manera independiente.
En su libro “Por qué leer a los clásicos”, Italo Calvino explica que un clásico es un libro que nunca termina de decir lo que tiene que decir y por ello su vigencia nunca caduca. Regresar a ellos una y otra vez es un acto necesario porque su potencia radica justo en que éstos encuentran la manera de hablarle a cada nueva generación desde un ángulo distinto.
En el peor de los casos las adaptaciones fílmicas de grandes clásicos renuevan el interés por las obras originales como lo atestigua la estadística de ventas de Librerías Gandhi. Así que, desde este punto de vista, los “refritos” de estas grandes obras en la pantalla grande tienen ya un gol de vestidor a favor a la hora de ser planeadas.
(DIEGO RABASA | MÁS POR MÁS)