Salgo tristón de la casa de Guillermo Tovar de Teresa porque siento el peso de mi ignorancia como pocas veces. “No se apure, hombre, dentro de veintitantos años, cuando usted alcance mi edad, seguramente habrá leído mucho”, soltó el anfitrión a la hora de la despedida, después de dos horas de charla sustanciosa y gentil en su sala de lectura.
Hace tiempo que deseaba conocer al autor de La ciudad de los palacios: crónica de un patrimonio perdido (Vuelta, 1990), ya que con frecuencia se le referencia como “el cronista de la Ciudad de México”. Por lo tanto pensé que podríamos hablar de los retablos perdidos, la ciudad colonial, la Fuente del Pegaso en el Palacio Nacional. En cambio me encontré con un hombre interesado en muchos asuntos, no sólo en la historia de la capital mexicana.
Me avergoncé por el cuestionario cándido y arrogante que había preparado, y más porque mi interlocutor empezó con un: “No, no, no, ese es un tema aburridísimo”. Sólo a mí se me ocurre preguntarle: “¿Se considera usted el cronista de la Ciudad de México?”. Yo ya sabía que Guillermo Tovar de Teresa había renunciado al cargo en 1986 para crear un consejo de cronistas. Lo que no sabía es que el título le cayera tan gordo. Me entero de que a muchos les gusta decir que Guillermo es el cronista de la ciudad sólo para reducirlo, como si únicamente se dedicara a eso.
Al principio de nuestro encuentro me regaló un bosquejo biobibliográfico que escribió hace poco Xavier Guzmán Urbiola acerca de él. Ahí leo una opinión de Octavio Paz de 1992: “La suya es una contribución esencial a la historia de las ideas que han formado a nuestra cultura y a nuestra nación”. Guillermo fue amigo de Paz, y asimismo de Monsiváis, Edmundo y Juan O’Gorman, los Tamayo, Arreola, Ramírez Vázquez, Archibaldo Burns y un etcétera que emociona y marea. Uno se pregunta cómo le habrá hecho si nació en el 56. “Soy un autor bisagra entre dos generaciones.”
La grabadora apagada, Guillermo se puso a mostrarme tesoros: todo Octavio Paz y Alfonso Reyes, unos libros de Elena Garro que me dio alegría ver, poquitos de Poniatowska, muchos de Borges, sobre todo vimos libros de Borges, y llamó mi atención la presencia de Daniel Sada y de Bolaño, y noté con gusto a Jodorowsky, Armando Jiménez, Pérez Galdós, Unamuno y Joseph Roth, y no me cansé de ver dedicatorias (me conmovió una de Emmanuel Carballo, amigo cercano), primeras ediciones, libros difíciles de conseguir, de arte mexicano, de arquitectura, de todo. “Por ahí también tengo los de Harry Potter”, agregó.
Hablamos de un montón de asuntos, hasta de los ojos de un santo de iglesia que le colocaron a Maximiliano de Habsburgo cuando lo embalsamaron en Querétaro. Un amable y vehemente conversador Guillermo, a quien ya sigo en Spotify y con quien me gustaría hablar a menudo.
Salgo tristón de su casa en la calle de Valladolid, pues, pero también motivado por un par de frases que, espero, resuenen en mi corazón como campanadas puntuales: “Que los cronistas se dediquen a hacer crónicas, no a ser cronistas” y “la crónica es una vocación, no una chamba”. Amén.
*Jorge Pedro Uribe Llamas estudió Comunicación. Ha trabajado en radio, revistas y televisión. Sus crónicas sobre la Ciudad de México están en jorgepedro.com.