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La Ciudad de México nunca deja de hacer ruido.
Es gritona, broncuda y majadera.
Apenas ayer, a esa hora en la que incluso los perros ya se han largado a dormir, me despertó un tronido.
Pensé que era el rompimiento de la Tierra, pero pronto supe que exageraba: lo que retumbaba era una coqueta retroexcavadora.
Para no sentirme tan desgraciado, se me ocurrió acordarme de los miles de chilangos que deben soportar el sonido machacante de las construcciones, de las avenidas escandalosas o del vecino enfiestado.
Después me dije: Para qué me hago güey, yo estoy más jodido que el resto.
Les cuento:
Los ruidos en las calles de Jalapa y Puebla arrancan —o quizá terminan— a las 4:30 de la mañana.
Los ambulantes traen consigo licuadoras que ronronean como motosierras, radios que escupen feas cumbias y gargantas incansables.
A eso de las seis, cuando el malvado monaguillo comienza a tocar cada hora la campana de la iglesia y cuando los choferes del Metrobús creen pilotear aviones, se deja venir una tormenta de pisadas: son los hombres y mujeres del salario mínimo que van tarde a sus trabajos.
A ellos no tengo nada qué reclamarles; ignoran que en la calle hay un eco tan espantoso que sus pasos son unos martillazos.
Con quienes sí traigo pleito eterno es con los conductores.
Si vieran la manera enfermiza en que tocan el claxon de 6:30 a las 9, seguro ya hubieran agarrado a varios a puñetazos.
Para esas horas, junto al edificio donde vivo, los albañiles que desde hace meses construyen sabrá Dios qué llevan un buen rato picando piedra y hostigando a las mujeres.
A las 10:30, una profesora amargada se adueña del micrófono que hay en la primaria y todo el recreo se la pasa regañando a los niños.
A medio día, la ciudad anda muy estresada como para pedirle una tregua.
A eso de las seis de la tarde, cuando los ambulantes están por marcharse, la raza sale de sus trabajos y el metro Insurgentes se convierte en La Meca.
Por allá de las 10 de la noche hay un brevísimo silencio que se ve roto por las patrullas; no sé si sólo es faramalla de los policías o los premian por prender la sirena (la secretaría de Seguridad Pública está enseguida).
Por ahí de media noche siempre pasan unos niños indígenas muy juguetones; tampoco a ellos los culpo: vienen de ser explotados por sus padres y esa hora es la única que tienen un poco de diversión.
Entonces, cuando uno cree que el noise se ha largado a lugares más lejanos, la pinche retroexcavadora muerde el suelo como si quisiera llegar hasta China.
Se me ha ocurrido bloquear el cruce de Jalapa y Puebla para que el delegado de la Cuauhtémoc y el jefe de gobierno hagan valer las leyes de Cultura Cívica y del Medio Ambiente, sobre todo con la enfadosa construcción y los ambulantes.
Mis vecinos, sin embargo, son más educados y quieren intentar un proceso administrativo.
No quise decirles que llevo ocho años llevando oficios a las autoridades.
Creo que seguiremos con insomnio y nos quedaremos sordos.
¡Anímate y Opina!
*Estudió comunicación en la UNAM. Ha colaborado en Reforma, Milenio y El Universal y el semanario Emeequis. Es tres veces Premio Nacional de Periodismo en Crónica. Autor de Gumaro de Dios, el caníbal, Placa 36, Entre Perros y El más buscado.
(Alejandro Almazán | MÁS POR MÁS)