Los mexicanos damos palos de ciego en la forma en que medimos el fenómeno del crimen violento. A décadas de distancia de habernos descubierto en un país de altos indices delictivos y altas tasas de impunidad, no existe una política pública racional para medir la fuente principal de nuestros miedos.
El pecado principal de las autoridades que miden el crimen es no haberse dedicado a medir su componente violento con ciudado. Esta falta de claridad aqueja incluso categorías que serían de poca controversia como lo sería el homicidio.
Hace unas semanas, Alejandro Hope resaltaba las inconsistencias entre la estadística reportada por la Secretaría de Gobernación y aquélla reportada por el Secretariado del Sistema Nacional de Seguridad Pública. Segob se congratulaba de una caída del 17% de homicidios atribuibles al narcotráfico. Sin embargo, la reducción de violencia decretada por la Secretaría no encontraba un respaldo lógico en la suma de homicidios publicada por las procuradurías estatales.
En resumen, las cuentas de Gobernación no cuadraban, de forma lógica, con las cuentas de los estados. La dependencia utilizaba una subcategoría en homicidios, pero esta es una subcategoría que no es auditable ni corroborable de otra forma.
Un escándalo mayor de inconsistencias de estadísticas sobre homicidios ocurrió en el contexto del 5o informe de gobierno de Enrique Peña Nieto durante su gestión como gobernador del Estado de México. Peña Nieto reportó una milagrosa reducción del 50% en homicidios dolosos que fue cuestionada por una investigación de The Economist.
El escrutinio periodísitico revelaba que dicha caída se debía a un cambio en la forma de medir homicidios dolosos y no en un logro de política pública. Así las cosas, las bondades de los métodos lograban reducir homicidos a la mitad de un mes a otro. La misma investigación resaltó las discrepancias que comunmente se presentan entre el conteo de homicidios por el INEGI de aquél que hacen las procuradurías dentro del Sistema Nacional de Seguridad Pública.
México está demorado, muy demorado, en el diseño de políticas de seguridad pública, pero particularmente grave ha sido no contar con estadísticas de crimen confiables. Este es el punto de partida. ¿Cómo saber si vamos peor o mejor si no sabemos con certeza qué tan violento era México hace diez, veinte o treinta años? ¿Cómo evaluar a un gobernante si no podemos comparar la violencia de hoy con la de hace cuatro meses?
Este ejercicio de evaluación sin datos es tan absurdo como imaginar a nuestros economistas tomando decisiones sin medir inflación, tasa de desempleo o PIB per capita. Sin estadísticas confiables y públicas, el maquillaje, la mutilación de estadísticas y la simulación seguirá siendo la oferta cotidiana y los “logros” en seguridad pública un mero ejercicio de propaganda.
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