El agente inmobiliario abrió sus brazos, como los antiguos presentadores teatrales en el instante en que se corría el telón de terciopelo rojo, y viéndome expectante me dijo junto a la ventana: “Tendrías un bosque para ti”.
Escuché “bosque” y estalló ante mis ojos un árbol musculoso de ramas insolentes que subían, bajaban, se retorcían e insinuaban impregnarse sin pudor sobre el vidrio. Sus hojas capturaban el sol e impulsivas lo desbarataban para volverlo una sinfonía que iniciaba en esa recámara, acometía por la sala hasta colmarla con fulgores verdes, dorados, turquesas, y descargaba sus últimas estelas de luz en la cocina.
Respiré profundo, como quien acaba de recibir un beso que da un escalofrío. “Lo quiero”, contesté: había dado el sí a mi nuevo departamento.
Me asomé por la ventana: enredaderas, plantas y arbustos silvestres poblaban al solar contiguo a mi edificio, un terreno virgen en plena colonia Del Valle. Ahí dentro, en un rincón sobreviviente del pueblo prehispánico de Tlacoquemécatl, estaba el árbol, habitado por dos ardillas. “Son mis ardillas”, me aclaró Celeste, niñita vecina de coletas cuyo cuarto mira al mismo lado.
Jamás la convivencia de tres años desmoronó el día a día entre el árbol y yo. Ahí estuvo él cuando perdí el empleo y caí al abismo o cuando conseguí otro y la luz volvió. Él también me tuvo cerca: lo acompañé tanto en épocas de sequía aciaga como durante ventosos aguaceros que lo amenazaron.
Una mañana de este año oí voces enérgicas. Miré por el cristal: varios ingenieros ordenaban a cuatro obreros desmalezar y arrancar plantas. “Van a construir un residencial”, me informó mi vecina Dolores.
Al minuto me sacudió una estridencia. Volví a la ventana: un hombre probaba una sierra eléctrica. Para frenarlo le grité y me respondió “¡ni modo!”.
De inmediato escribí en Google “Delegación Benito Juárez” y marqué: “Están a punto de talar un árbol junto a mi casa. Ayúdenme”, les rogué. “Por favor, llame a Jurídico y Gobierno”, me pidió la operadora. Bajo el ruido continuo de la sierra, llamé. “Comuníquese con la Unidad de Programas Ambientales”, sugirió un funcionario. La máquina cortadora estaba a cinco metros del tronco. Marqué. “Aquí no es. Comuníquese a la Procuraduría Ambiental”, me corrigieron en la nueva oficina. La sierra avanzaba. “Señor, le dijeron mal, denuncie personalmente en su delegación. “¿Personalmente? Señorita, ya van a derribarlo”, exclamé. “Si yo hago algo cometo una falta administrativa”, me regañó. Colgué.
Los dientes de acero necesitaron 10 segundos para rebanar un árbol que necesitó años y años hasta crecer 25 metros. Lo último que vi fue el muñón del tronco y, a su lado, al viejo de hojas verdes ya recostado y muerto.
El residencial nunca se construyó y hace poco la pequeña Celeste me dijo: “extraño a mis ardillas”. Yo no quiero volver a ver esa ventana.
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*Aníbal Santiago en sus inicios fue reportero de Reforma y otros diarios, y después pasó a escribir en revistas como Chilango, Esquire o Emeequis, en la que hoy hace periodismo narrativo. Ha sido profesor universitario y conductor de televisión. Premio Nacional de Periodismo 2007.