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Lo mismo ocurrió en redes sociales, radio y televisión.
La última audiencia del papa Ratzinger fue transmitida en vivo y en directo desde el Vaticano; el último Ángelus desde el balcón privado de la recámara papal acaparó las miradas, y a partir de entonces empezaron a llegar a Roma decenas de reporteros y periodistas de todo el mundo para sumarse a la ya de por si larga lista de corresponsales acreditados en la Santa Sede.
Así es la Iglesia: generadora de símbolos. Había que ponerlos en la mente y en el corazón de creyentes o no creyentes.
Así llegamos al esperado día de la encerrona en la Sixtina. Vimos como entraron los cardenales y cada uno juró silencio en una mística y mítica ceremonia antes de empezar las votaciones.
Dos días después, el balcón central de la Basílica de San Pedro sustituyó a la chimenea sobre el tejado.
Cualquier mínimo movimiento era sinónimo de alerta, desde el momento que encendieron las luces hasta aquel Cardenal curioso que se asomaba indiscretamente para echarle un vistazo a la multitud reunida en la Plaza.
Todo era narrado a detalle.
Ya lo demás fue una fiesta para el “amable auditorio”, los patrocinadores y los dueños de los medios. Bergoglio lo sabe: vivió de cerca el pontificado de Juan Pablo II y está consciente que el Pontificado necesita urgentemente volver a ser noticia.
Por ello no fue difícil verle renunciar a la limusina que lo llevaría a Santa Marta –ahí albergaron a los cardenales- y decirle al chofer con voz firme aunque con tono suave: “me voy con los muchachos en el autobús”.
Y llegó a la recepción a pagar la cuenta de los días que estuvo hospedado.
Descubrimos pues, al Papa Francisco, que telefonea directo sin utilizar a las legendarias operadoras que enlazan diplomáticamente a los Pontífices; que prefiere predicar con sus propias palabras y no con lo que otros le han escrito, que rompe el protocolo y que no le teme a la crítica ni a las bromas.
El periodista peruano Eric Frattini escribió que de los diez dedos de la mano, Juan Pablo II usó nueve para predicar el Evangelio y uno para gobernar la Iglesia.
El papa Wojtyla imprimió sin temores su sello personal, besaba el suelo del país al que llegaba, cantaba y sonreía, cargaba niños, se ponía sombreros o cascos, y alentaba a quienes en coro le gritaban “Juan Pablo II te quiere todo el mundo”.
La imagen que proyectó fue la de un pastor sencillo, un hombre que se identificó con un pueblo igualmente sencillo. De eso tiene mucho el Papa Francisco.
Juan Pablo II tenía “buen cuadro”, como se dice en televisión, y lo aprovechó para entrar a los hogares de todo el mundo y convertirse en uno de los íconos mediáticos de todos los tiempos.
Eso es indudable, Incuestionable.
Jorge Zarza
*Periodista y conductor de Tv Azteca