Manejaba por Mixcoac, cuando una araña parda y barbuda, de 5 cm de punta a punta de sus firmes patas, caminó tranquilamente por el volante, por el tablero y trepó el parabrisas. Petrificado, consideré mi muerte: por choque a causa del espanto, por mordedura, o por ambas. Me orillé, me detuve. Semanas antes una arañita de menos de un centímetro e idéntico color me caminó en el brazo. Esa vez me la espanté, pero saltó, lanzó una telaraña y se me escapó de la vista bajo el asiento. Todo ese tiempo conviví en mi auto con un arácnido que se agigantaba.
Todos conocemos historias de tortuguitas que se perdieron en el jardín y reaparecieron hechas unas caguamas veinte años después, o leyendas urbanas sobre cocodrilos, pitones y hasta leones que de pequeños eran lindos gatitos y tras un par de años se merendaban a su dueño.
Aunque esta ciudad es un desastre medioambiental por donde se le vea, eso no impide que la vida prospere como ecosistema disfuncional. En la naturaleza, es la energía del sol y los nutrientes en suelo, agua y aire, lo que alimenta la red biológica desde el nivel bacterial hasta los más grandes depredadores. En la cadena alimenticia urbana, paradójicamente, el hombre no es el máximo depredador, sino la base alimentaria. Va al súper, compra sus alimentos, consume una parte y lo demás lo desecha. De nosotros comen bacterias, hongos, hormigas, mosquitos, moscas, cucarachas, ratas, ardillas, palomas, zopilotes, zarigüeyas y perros de Iztapalapa.
En las montañas que nos rodean hay bosques de eucaliptos. Fueron introducidos desde Australia por Don Miguel Ángel de Quevedo (el de la avenida) a principios del siglo XX, para “reforestar”. Poco se sabía de los efectos desastrosos de introducir especies exóticas a un medio ambiente. Un siglo después, han desplazado a otros árboles locales, el suelo se empobreció por culpa de sus exiguas raíces: cuando viejos, se caen; y ya hay personas muertas por aplastamiento de eucalipto.
Pensé tomarle una foto a la araña, o aplastarla con un kleenex, pero el bicho caminó con elegancia hacia el borde de mi ventanilla. Bajé el cristal y en cuanto salió, cerré. Aceleré para que la velocidad se lo llevara (rezo porque así sea). Busqué en internet fotos de arácnidos. Era –puedo equivocarme– una loxosceles. Crece en ciudades, escondida entre las grietas, los muebles y la ropa. Su toxina (diez veces más potente que una quemadura de ácido sulfúrico, según las páginas consultadas) produce loxoscelismo, que involucra la necrosis de los tejidos. Abundaban las fotos clínicas (un eufemismo por “asquerosas”) de los casos de mordedura. Todo el día sentí arañas en el estómago.
Felipe Soto Viterbo nació en la Ciudad de México. Es autor de las novelas El demonio de la simetría, Verloso, artista de la mentira y Conspiración de las cosas. Es profesor de periodismo en la Ibero y de narrativa en el Claustro de Sor Juana.