Visto de lejos, debió parecer que cada persona bailaba sola. Un giro a la derecha, uno a la izquierda, un salto, una sacudida.
Las bocas se abrieron pero no se oyó ningún grito, el rugido de la tierra se había apoderado de la ciudad.
Una nube de humo. Mareo. Un segundo rugido: edificios colapsando.
Podía ser la ciudad, podía ser el país o tal vez era el fin del mundo. No existían los celulares y preguntar era inútil, nadie sabía nada.
Aquel 19 de septiembre de 1985 el terror no vino con el temblor sino cuando los oídos y los ojos de los habitantes de la Ciudad de México salieron del aturdimiento.
DEL ABURRIMIENTO A LA ANGUSTIA
Mónica miró su reloj, si seguía esperando no llegaría a clase de 7. Decidió adelantarse pero unos pasos antes de subir al vagón del metro Héctor la detuvo.
La impuntualidad de su compañero de la Escuela Libre de Derecho provocó que las 7:17 de la mañana los sorprendiera en el Metro.
“Exactamente al pararse el vagón en Niños Héroes le dije que me sentía mareada y cuando terminé de decir eso sentimos una sacudida que nos aventó, alguien gritó ‘está temblando’ y después no se escuchó nada más”.
El aburrimiento matutino se transformó en angustia. Decenas de pasajeros abandonaron el tren y se amontonaron en el pasamanos buscando la salida.
Mónica se tiró al piso y gateó para evitar los empujones de la multitud. Cuando tenía un pie en las escaleras de salida, Héctor la empujó contra la pared de mármol cuarteada.
“Mira, la gente está entrando a la estación, debe estar peor afuera”, le hubiera querido decir pero su voz no se escuchó, así que la abrazó hasta que el piso dejó de tambalearse.
Al salir del metro no vieron el paisaje que creyeron fijo durante cuatro semestres.
Los edificios ya no ocultaban el cielo, porque cubrían las calles convertidos en escombro.
Cuando la nube de polvo se desvaneció, vieron a la gente cargar heridos y muertos y cuando sus oídos se recuperaron escucharon cientos de nombres. La gente buscaba a sus familiares a gritos.
Llegaron a la escuela porque no había otro lugar a dónde ir. Mónica pudo llamar a su hermana, que vivía en la colonia Narvarte, para avisarle que estaba bien y que llegaría cuando pudiera. Los maestros esperaron instrucciones del gobierno en vano, a las 5 de la tarde les dijeron a los alumnos que regresaran a sus casas.
Esa noche pisó su departamento por última vez en cuatro semanas. Su mamá la obligó a regresar a su pueblo natal, en Sonora.
“Yo le dije que tenía que terminar la Universidad y ella me contestó ‘te prefiero tonta pero viva'”.
UNA CIUDAD SILENCIOSA
Enrique se dirigía al patio central de la secundaria 98, en Iztapalapa, cuando sintió que no podía caminar.
Los dos amigos con quienes se reunía cada mañana estaban en las mismas. Sin pensarlo formaron una pequeña cadena y trataron de avanzar en grupo.
Un paso. El edificio crujía. Otro paso. Un sonido que sólo se podría comparar al de una piedra cuando se talla con otra. Un paso más. Silencio.
Los mandaron a su casa. No había luz por lo que la única forma de estar conectado con el mundo era la radio.
La voz de Jacobo Zabludovsky le informó que muchos edificios se habían caído en el centro, incluido el de la Secretaría de Comunicaciones y Obras Públicas, que se encontraba a un lado de la fábrica de Electropura donde trabaja su papá, quien no sufrió ningún daño.
El periodista describió la destrucción en el Eje Central y Xola pero Enrique tuvo que verla por sí mismo. Cuando llegó al centro no lo reconoció. El barullo de la gente, la música en la Alameda y los organilleros habían sido sustituidos por el sonido firme de las palas metálicas y de los soldados que patrullaban la calle.
No volvió a ver la ciudad así de callada hasta más de 20 años después, cuando se esparció el rumor de un virus desconocido que amenazaba la seguridad de todos los habitantes de la capital, el H1N1.
LA MANO INVISIBLE QUE APLASTÓ TODO
Cuauhtémoc estaba entrenando para el segundo maratón de la Ciudad de México, que sería el domingo 22 de septiembre de 1985.
Trotaba en el jardín que separaba el edificio Yucatán con el de Nuevo León, en la Unidad Habitacional Tlatelolco.
Notó el temblor enseguida y defeño de nacimiento –y acostumbrado a los temblores- no lo tomó con seriedad.
Un ruido agudo lo hizo frenar en seco. ¿Alguien estaba aventando la vajilla por la ventana?
Volteó a ver si sería alguna vecina del edificio Yucatán pero no vio a nadie arrojando platos. Dirigió la vista hacia el Michoacán, tampoco era ahí. ¿En el Nuevo León?…
¿Y el Nuevo León?, pensó sin poder creer su propia pregunta.
“Estaba siendo aplastado por una mano invisible”. El edificio cayó hacia Paseo de la Reforma y dejó atrás un fuerte olor a gas, que provocó la prohibición del cigarro durante los próximos días.
El derrumbe despertó la solidaridad de los habitantes del llamado “barrio bravo”. Los vecinos de las colonias Guerrero, Morelos, Peralvillo acudieron enseguida a ayudar.
Uno llevó una cubeta, otro una pala y la mayoría aportó su tiempo y trabajo.
“A las 8 de la mañana ya teníamos varias brigadas, estábamos trabajando muy organizados”.