La ciudad de México es una de las más diversas y versátiles del mundo. Es tan rica, que es la urbe número ocho en ingresos del planeta: de ser un país, sería el número veintiséis por su enorme Producto Interno Bruto. En esta ciudad y sus áreas cercanas, habitamos alrededor de 21 millones de personas, y es tan grande, que somos la ciudad con más museos en todo el orbe. Somos pues, literalmente, una mole.
Y hablando de mole, la ciudad hace también la más grande feria de esa comida. Y hablando de comida, aquí podemos encontrar desde alimentos hechos con enormes bestias poco comunes hasta platillos de gastronomía molecular. En el DF podríamos desayunar, almorzar y cenar en un restaurante diferente los 365 días del año, sin repetir jamás el lugar.
Con un grupo de amigos, buscamos justo eso: comer una vez a la semana en un lugar nuevo. A veces lo logramos, pero el buen sabor de lo ya conocido o el mal sabor de pasar tiempo de más en el coche por alguna de las varias manifestaciones que nos aquejan, son una tentación que enfrentamos — y contra la que perdemos— regularmente.
Y si de regular se trata, resulta que somos expertos y más: desde hace unas semanas en la ciudad que nos jactamos de ser ejemplo en agenda liberal para el resto del país y del continente, nos salieron con la antiliberal y paternalista medida de quitarnos los saleros de la mesa en todos los restaurantes, su pretexto de que es una medida de concientización contra la creciente problemática de hipertensión en los capitalinos.
Si charlamos de problemáticas, esas son en realidad las comidas procesadas: se ha demostrado que contienen el 95% del exceso de sal en nuestra dieta y no esas minucias que le puede echar uno en la mesa.
Y de la mesa, algunos ocurrentes quieren seguir la moda europea y quitarnos también las garrafas del aceite de oliva, dizque para que comamos menos pan… pero del PAN, mejor ni hablamos.
Salados es lo que somos los chilangos en términos de eficiencia, porque se supone que para eso (eficiencia) se hizo la reforma fiscal que complicaría la evasión de impuestos por medio de la factura electrónica. Ahora ya encontramos cómo darle la vuelta: restaurantes y comercios están obligando al cliente a auto-expedirse la factura de su propio consumo (poco falta que nos exijan que hagamos el asiento contable y llamemos al carnicero para reponer el filete engullido). Y uno tiene hasta el ridículo de 3 días para hacerlo o su “sistema” no reconoce que ahí estuvo.
Ya estuvo que tales negocios seguro no declaran esos ingresos completos, porque a muchos clientes se les olvida o se les pasa la fecha de caducidad que ellos mismos nos ponen. Tal y como nos ponen en la cuenta el cobro de unos “cubiertos” que uno no se puede llevar a su casa porque hasta indignados los restauranteros nos lo impiden.
Ojalá y se revise esa mecánica. Al rato, no sea se conviertan los restaurantes en los lavaderos ideales junto con los hoteles de paso (nadie les pide ahí comprobante de uso).
Que pesadilla.
Y hablando de quesadillas, en la ciudad de México pueden no tener queso. ¿Qué es eso? No sé. Pero mejor digan, ¿qué lugar nuevo me recomiendan?
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J. S. Zolliker. Emprendedor. Empresario. Liberal. A veces escritor. Me gusta hacer que las cosas sucedan. Me apasionan la historia, la fotografía y la lectura.