Al adentramos en el amor, descubrimos que detrás de cada suspiro hay un concierto de neurotransmisores tocando una melodía que nos hace sentir en las nubes
Por Liz Basaldúa*
Nuestro cerebro, al enamorarse, se convierte en un laboratorio de emociones. Cambia a nivel neuroquímico y neuroanatómico de manera que incrementa la actividad de los neurotransmisores relacionados con el placer, la disminución del dolor, la prontitud de tener sensación de lo esperado… y también parece menguar la inteligencia.
Según Eduardo Calixto, doctor en Neurociencias por la UNAM y con un posdoctorado en Fisiología Cerebral de la Universidad de Pittsburgh, existen al menos 13 neuroquímicos que se disparan, pero la estrella del show es la dopamina, responsable de hacernos sentir en el séptimo cielo.
La dopamina está en todo lo que nos encanta, desde meter un golazo hasta encontrar esos zapatos perfectos en rebaja. Tiene el poder de hacer que recordemos mejor y hasta que veamos el mundo con otros ojos. En este estado, nuestro cerebro es como un aficionado en un partido de futbol: todo es emoción y euforia.
Pero mientras algunas áreas del cerebro se activan, la corteza prefrontal, encargada de la lógica y la razón, se toma un descanso. Por eso nuestras decisiones durante el enamoramiento no son precisamente las más sensatas y predominan las interpretaciones subjetivas.
La ciencia detrás de la atracción
El enamoramiento no sólo es química cerebral, también es un asunto de supervivencia de la especie. Nuestro cerebro, con sus 86 mil millones de neuronas, está programado para buscar y seleccionar a la mejor pareja genética posible. Es un juego de estrategia evolutiva, aunque a veces no lo parezca.
“Uno de los principios neurológicos de la evolución es que a través del enamoramiento escogemos parejas sexuales para intercambiar genes”, señala el Dr. Calixto. Así, a pesar de que parece que no elegimos a quien amar, hay una lógica evolutiva detrás de nuestras elecciones románticas, una especialmente guiada por la diversidad genética.
¿Por qué unas relaciones duran más que otras?
En el complejo mundo del amor, esta es otra pregunta común. La respuesta, parcialmente, se encuentra en la dopamina. Este neurotransmisor, crucial en el proceso del enamoramiento, actúa de manera impredecible. A veces nos encontramos enamorándonos de personas que nunca imaginamos, impulsados por esta. Pero debe quedar claro que no somos responsables de la cantidad que otro individuo nos hace liberar ni de la que nosotros provocamos en los demás.
Esto explica, en parte, la variedad en la duración y profundidad de las relaciones amorosas. Cada encuentro es único, marcado por una danza de neuroquímicos que escriben historias de amor de diferentes longitudes y profundidades.
Los hombres y las mujeres se enamoran diferente
Lo cierto es que este juego no es igual para todos los jugadores. Las mujeres tienen un as bajo la manga: pueden oler ciertas proteínas que les dicen si genéticamente hablando un hombre es una buena opción. Los hombres, en cambio, son más visuales. En ellos es más determinante el cuerpo.
“Cuando una mujer huele un complejo mayor de histocompatibilidad distinto al de ella genéticamente, incrementa la generación de dopamina y oxitocina porque le interesa más la diversidad genética. Cuando es parecido al de ella no le hace caso. Eso explica por qué el rechazo congénito: no te enamoras de tu hermano. Cuando los genes son distintos a los tuyos te atraen mucho más. Por lo tanto, estudios realizados en Estocolmo demuestran cómo las mujeres premian la diversidad genética. La mujer dice ‘quiero esos genes’”, explica el experto.
¿Amor eterno?
El enamoramiento puede ser fuerte, pero sólo dura unos 3 a 4 años. Los más intensos ocurren entre los 17 y 25 años gracias a la liberación máxima de dopamina en esta etapa. Esto tiene sus raíces en nuestras experiencias de la infancia, especialmente entre los 7 y 14 años, cuando el cerebro forma conexiones cruciales relacionadas con el aprendizaje, la memoria y el manejo emocional.
Las experiencias positivas, como recibir amor y afecto, fomentan la empatía y la capacidad de establecer relaciones saludables. Por el contrario, las experiencias negativas, como el abandono o la violencia, pueden alterar nuestra neuroanatomía y la forma en que interpretamos y vivimos el amor.
La oxitocina, conocida como la hormona del amor, desempeña aquí un papel crucial. Aquellos con experiencias afectivas positivas en la infancia tienden a desarrollar mayores niveles, lo que resulta en más empatía y la capacidad de amar con generosidad. En contraste, quienes carecen de ella pueden enfrentar desafíos en sus relaciones amorosas. Por tanto, cuando el enamoramiento y la dopamina se acaban, lo que queda es la oxitocina y la decisión de amar.
*Texto adaptado para + Chilango