Habíamos estado platicando sobre el temblor: contamos nuestras respectivos sentimientos de horror y reacciones de miedo, la incredulidad hacia la magnitud indicada por la escala Richter, sobre los sueños y premoniciones que nos lo habían anunciado. La conversación estaba agarrando un tono dramático dado que una de nuestras amigas contaba el espanto de vivir semejante situación con un hijo pequeño en un quinto piso: “sientes la impotencia de ver que no puedes hacer nada”.
Decidimos cambiar el rumbo de la plática, al fin que estábamos reunidos en ese exquisito restaurante italiano para hablar de cosas más divertidas. Fue entonces cuando nos fuimos por el lado bacteriológico.
Mis amigos, todos viajeros, empezaron a relatar sus experiencias en aviones, aeropuertos y hoteles, y no tardamos mucho en caer nuevamente en un terreno escabroso. ¿Qué hay más indignante que un estornudo a quemarropa en un elevador? ¿No califica eso como terrorismo biológico?
Uno de los comensales explicaba que durante un tiempo, cuando su trabajo lo puso a viajar, se enfermaba con tal frecuencia al subirse a los aviones que empezó a llevar toallitas de cloro para darle una pasadita a la mesita, cosa que luego trasladó a los asientos, para más tarde aplicar en los lavabos, extender su uso a todo el baño del hotel que le tocara como destino, y finalmente a cualquier superficie que sea manipulada por otras personas, tanto en su casa como en el coche.
“No sé si será exagerado, pero desde entonces no me he enfermado”, decía frente a nuestras risas frenéticas, risas de no creer el absurdo, que se volvieron estridentes cuando comentó que un conocido suyo había llegado al extremo de tener como costumbre pedir toallas extras en los hoteles para tapizar los pisos con éstas.
Hicimos la enumeración, cada quien, de nuestras experiencias asquerosas, del impacto de hallar una toalla de mano llena de pelos en un hotel caro, por ejemplo, y nos preguntamos qué sentido tenía lavarse las manos luego de usar el baño si al abrir la puerta uno adquiría niveles de contaminación equivalentes a los de Fukushima.
Nuestro amigo entonces nos dio una recomendación que había oído en Today, un programa matutino de la TV gringa: dedicarle el tiempo equivalente a cantar Happy Birthday lentamente. Otra vez morimos de risa imaginando la escena sumamente ridícula. La conversación fue subiendo de tono: hablamos de pasamanos, de toses, de elevadores y gente con gripe, debatimos si habría que lavarse tanto las manos hasta matar su flora “saludable”, si lo que acabábamos de comer cumpliría un mínimo de higiene; miramos nuestros vasos y los postres ya casi devorados por completo. Supimos que más o menos 70% de la población en México puede tener algún grado de parasitosis debido a las condiciones de vida en la ciudad y a la alimentación fuera de casa, entre otras cosas.
De pronto la plática se volvió mucho más amarga. No era divertido recordar que estábamos en medio de una comida. Pasamos a otro tema. Alguien mencionó la inseguridad. Pedimos la cuenta.
¡ANÍMATE A OPINAR!