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Llegué a la Roma en 2004, cuando el barrio estaba en plena decadencia.
Recuerdo que sobre la avenida Álvaro Obregón había apenas unos cuantos locales para comer tacos, el parque Río de Janeiro había sido tomado por los emos y su insana depresión, en las calles de Orizaba y Córdoba te asaltaban, la Casa Lamm se había convertido en la sede nacional del PRD, no existía el Metrobús y el único sitio para emborracharse dignamente era el Covadonga.
Pero algo pasó en los últimos tres años: los hipsters de la Condesa se trajeron el clóset del abuelo a la Roma y la declararon patrimonio vintage. Desde ese entonces la Roma se ha vuelto muy coqueta y, por esa sencilla razón, tengo un sentimiento bipolar con los hipsters.
Es decir: me parece muy bueno que sus compras ayuden a los vendedores locales, pero qué aberración la suya de querer beber el kopi luwak (un café que ha pasado por los intestinos de algo parecido a un gato, que ha sido expulsado por las heces y que, dicen, no es amargo).
Me gusta que los hipsters compren los libros de Mailer, Ginsberg o Kerouac, pero es una lástima que no los lean.
Apoyo que prefieran montarse a una bicicleta, pero qué terrible es escucharlos hablar de imponer la dictadura del bicicletariado.
Está bien que nos compartan su música (música que generalmente nunca hemos escuchado), pero resulta algo enfermo que crean que no hay fiesta hasta que suena Franz Ferdinand.
Me agrada que reciclen la ropa de sus padres o que luzcan bolsas, bufandas, guantes, gorros o blusas hechas a mano y compradas en los tianguis, pero no tienen por qué negar que su debilidad son las tiendas American Apparel. Defiendo su lenguaje, pero hay quienes ni saben de dónde viene la palabra mainstream.
Me agrada su iniciativa de sentirse fotógrafos y que traigan cámaras Holga, pero la vida no transcurre bajo los filtros de Instagram. Simpatizo con su gusto por el cine de arte, pero siempre hablan de Wes Anderson, Hal Hartley o Jim Jarmusch.
Me gusta oírlos decir que son únicos, pero al final no entiendo por qué se parecen todos.
Creo que los lentes de pasta son un gran accesorio hipster, pero no tienen por qué robarse el armazón que les dan en cine cuando ven películas en 3D. Soy un convencido de que no hay mejor computadora que la Mac, pero los hipsters han encarecido todo en la Applestore.
Me gusta su onda de creerse de izquierda y hablar de Marx, pero eso de traer Iphone o Ipad me decepciona.
Nunca me ha molestado que se sientan mejor que los demás, pero tampoco les creo que ellos hayan inventado los Hashtags.
Es bueno saber que prefieren el jazz, pero es malo cuando ni siquiera han escuchado a Louis Armstrong.
Qué bueno que hayan decidido vivir en la Roma, pero me molesta que las rentas hayan subido más del cincuenta por ciento.
Comparto su sentido de la ironía, su traga-gente, pero me parece sarcástico que digan ser vegetarianos.
Hipsters: gracias por caerle a la Roma, y no es ironía.
¡Anímate y opina!
*Estudió comunicación en la UNAM. Ha colaborado en Reforma, Milenio y El Universal y el semanario Emeequis. Es tres veces Premio Nacional de Periodismo en Crónica. Autor de Gumaro de Dios, el caníbal, Placa 36, Entre Perros y El más buscado.
(Alejandro Almazán | MÁS POR MÁS)