El arco de estilo italiano, al que pocos transeúntes prestan atención sobre la avenida Parque Lira, representa la puerta hacia una dimensión que dista de la vertiginosa, y no menos marginada, modernidad de la zona de Tacubaya. Al cruzar esa estructura de cantera, cuyo techo interior está adornado por lirios de yeso, quedan atrás los autos que pasan a toda velocidad junto al carril del Metrobús. La atmósfera verde, que se asemeja más a la de una selva que a la de un bosque, recibe a los visitantes y también, si son curiosos, los puede conducir hacia el pasado.
Este espacio repleto de verdor lleva el nombre de Parque Lira –éste dio el nombre a la avenida que lo delimita y no al revés– y en él se guardan algunos fragmentos de la historia del antiguo pueblo de Tacubaya. Aquí se establecieron las quintas o casas de verano en la época de la Nueva España y el siglo XIX, fuera de los límites de lo que era en ese entonces la Ciudad de México.
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Los vericuetos adoquinados de este enorme jardín eran los caminos por los que arribaban elegantes carrozas tiradas por caballos. De ellas descendían los miembros de las familias más adineradas de entonces: De la Cortina, Barrón, Béistegui, Escandón. Una vez dentro de las residencias, quedaban atrás los golpes del trayecto y las nubes de polvo; la opulencia saltaba a la vista, según escribió la condesa Paula Kolonitz, quien hacia 1864 integraba la corte del emperador Maximiliano:
“Los muebles y los adornos de la casa son suntuosos, riquísimos, hermosos, aunque el conjunto resulta un poco recargado. Las estancias están rellenas de mesas talladas y doradas pomposamente y cuyas cubiertas son de mármol o piedra. Espejos venecianos raros por su belleza, muebles de palisandro adornados con bronces, grandiosos grupos de porcelana de Sax. En fin, acumulados, se ven aquí los productos más raros de miles de países, traídos de Europa, especialmente de Inglaterra. De las paredes, cuelgan cuadros de la vieja y bella España y buenas copias de las obras maestras de las galerías de Dresde y de París. Finalmente, nos esperaba una comida espléndidamente preparada”.
Unos veinte años atrás de que Kolonitz escribiera estas líneas en Un viaje a México en 1864, la marquesa de Calderón de la Barca también plasmó, en sus cartas de viaje que a la postre fueron reunidas con el título La vida en México durante la residencia de dos años en ese país, una de las postales más evocadoras de la ciudad, mirando hacia ésta desde las ‘haciendas’ de Tacubaya:
“La (hacienda) de la Condesa de la Cortina es notable porque desde sus ventanas se domina una de las más bellas perspectivas que pueden imaginarse en México: los volcanes y Chapultepec. En la azotea también se disfruta de una espléndida vista de todo el valle, y su jardín está muy cuidado”.
Esa casa a la que se refiere la marquesa perteneció, desde la segunda mitad del siglo XVIII y hasta mediados del XIX, a la familia del conde Vicente Gómez de la Cortina. Años más tarde, la casa pasó a manos de los Barrón-Añorga, y, finalmente, fue demolida en 1945, luego de que el presidente Lázaro Cárdenas la expropiara al filántropo Vicente Lira Mora, en 1937. En honor a este último personaje recibió su actual nombre el enorme jardín por el que ahora pasea la gente y donde niños y jóvenes se divierten.
De aquella majestuosa residencia no queda nada, pero en su jardín aún permanecen los árboles que ahora son los más vetustos, los caminos, así como la pérgola y las fuentes con las que fue remozada la villa en las primeras décadas del siglo XX.
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En el extremo sur del Parque Lira todavía se puede ver la llamada Casa de la Bola, que perteneció, desde el siglo XVIII y hasta mediados del XIX, a la familia del conde Vicente Gómez de la Cortina y a sus herederos. Hacia el norte se encuentra la Casa Amarilla, que fue edificada para una orden de padres franciscanos y ahora es ocupada por las oficinas de la delegación Miguel Hidalgo.
En lo que seguramente fue una extensión más del jardín, ahora hay un centro cultural con alberca y hasta clases de buceo, una biblioteca y juegos para niños. Más abajo, en el estanque que los Barrón-Añorga mandaron construir, se encuentra una pista de skateboarding, donde en la actualidad los aficionados a las patinetas se reúnen a diario para deslizarse por rampas y tubos de metal. A estos jóvenes no les importan las caídas; se levantan para volver a intentar los movimientos.
Al verlos recuerdo el lema en latín que está grabado en las rejas del portón italiano, el que los Barrón-Añorga tomaron de Virgilio y adoptaron como suyo: “Audaces Fortuna Iuvat”, que significa “La fortuna favorece a los audaces”. Tal vez estas palabras no guarden ninguna relación con los intrépidos que casi ciento cincuenta años más tarde aprovechan este espacio que alguna vez fue un paraíso. O quizá sí.
(Fotos: Roberto González)