El Eje 5 Alta Tensión es silencioso. Temprano, cuando el DF va hacia el trabajo, las inagotables columnas de autos meten primera, avanzan unos metros y frenan. Esperan, meten primera otra vez, se adelantan y frenan. La procesión -resignada y paciente en sus cápsulas de aire climatizado- hace poco ruido. A otras horas, cuando el tránsito baja, el sonido de la avenida es sólo el intermitente y ligero zumbido de las llantas que se empeñan en surcar en un parpadeo la cenicienta cara poniente de la capital.
Sin remedio, las colonias que bordean al Eje Alta Tensión (Pilares Águilas, Loma Bonita, Ampliación Los Alpes) se contagian de una paz demoledora. Por eso, Alejandro y su hijo Sebastián, antes de entrar a casa, se detuvieron: al silencio de su calle, por momentos lesivo, lo curaba ese mediodía un piano de acordes jubilosos y de alguna región remota con los que era inevitable imaginar el cuadro naif de una niña corriendo feliz en un bosque bajo la lluvia.
El punto donde se originaba la música era la casa de junto, la de sus vecinas. Caminaron hasta ahí y husmearon. Aunque las cortinas opacas les impidieron descubrir el interior de la sala, se quedaron de pie. Sin hacer nada, oían la música.
De pronto, desde dentro de la casa fue posible ver la luz del verano bañando dos siluetas masculinas. Miraban de frente, petrificadas.
La abuela Aby se dirigió a la puerta para abrir. Alejandro se sobresaltó: “Perdone, señora, sólo escuchábamos”. Pero no hubo regaño. “Pasen -los invitó ella con una sonrisa cómplice-. Es mi nieta que está tocando”.
Padre e hijo entraron sigilosos, casi de puntitas, como quien llega tarde a un concierto de gala. En lo que fue un murmullo apenado, saludaron con un “buenas tardes” a Montserrat, una adolescente de piel blanca, pelo lacio a los hombros y rasgos de niña. En ese instante, sorprendida, suspendió la ejecución pese a estar a unas notas de terminar la canción. “¿Qué pasa?”, le preguntó Aby. “Ya terminé”, justificó su nieta. “Toca más”, pidió su abuela.
Ruborizada, la pequeña arqueó las manos e inició el Vals opus 64 n. 2. Padre e hijo se sentaron atrás de ella en un largo sillón. A sus oídos empezó a llegar la armonía cálida que hace 166 años Frédéric Chopin creó en su departamento de París frente a la imponente Place Vendôme. Aunque estaba cerca de morir de tuberculosis, el genio polaco había compuesto esa música lánguida pero luminosa para su joven alumna, la baronesa Charlotte de Rothschild, una noble francesa 15 años menor que él.
Alejandro y Sebastián escucharon inmóviles a Montserrat, pasmados, como quien admira desde un barandal un mundo fantástico, desconocido e inaccesible. La chica concluyó y ellos aplaudieron.
“¿Cada cuánto ‘entrenas’?”, preguntó el hijo. La joven, extrañada, se repitió mentalmente la palabra “entrenas” y respondió: “No mucho. Cuando me acuerdo”.
Alejandro y Sebastián se pusieron de pie, agradecieron y respetuosos dijeron adiós.
Desde ese día, cada vez que alcanzan a percibir cómo Monserrat comienza a “entrenar”, padre e hijo abren la ventana de su casa. La música les cura el silencio.
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