El verano terrestre empieza oficialmente hoy, aunque acá ni nos enteremos. Lo normal en la Ciudad de México es que en esta temporada llueva un día sí y al otro diluvie. Las precipitaciones en esta urbe nos dejan sin verano. Gracias, oh Tláloc, querido dios de los chubascos, porque impides temperaturas de 42º C. Aquí alcanzamos 800 mm de precipitación al año, nos informa el Servicio Meteorológico Nacional. En Londres, que se supone tiene pésimo clima, cada año no llueve más de 550 mm.
En el DF las cuatro estaciones son cinco. En la escuela deberían enseñarnos que así es y no como si viviéramos en Europa:
1) La primavera precoz, que empieza en febrero, pleno invierno.
2) El verano adelantado, que ocurre en primavera: de mediados de abril a mediados de mayo.
3) La temporada de lluvias, que ocupa el final de la primavera, todo el verano y el inicio del otoño.
4) El otoño, que ese sí más o menos ocurre durante el otoño, aunque los árboles terminan de deshojarse hasta enero.
5) El invierno de juguete, que dura dos o tres semanas, entre diciembre y enero, y donde nunca nieva.
En contraste, una imagen tradicional del verano capitalino es un cielo gris plomo y el pavimento cubierto por una blanca capa de granizo, con niños de guante y bufanda haciendo muñecos de nieve. El verano aquí es el invierno.
A pesar de la evidencia científica, las tiendas de ropa se empeñan en vendernos un catálogo de modelos vaporosos como para huir a Acapulco. Tal esquizofrenia mercantil deviene en otro fenómeno: dado que la ropa para la lluvia casi no se pone a la venta, nos vestimos como si la época de lluvias no existiera. No es que los comerciantes de ropa estén ciegos ante las necesidades de su mercado, es que el propio mercado tampoco admite sus propias necesidades: nadie compraría una gabardina o unas botas de lluvia, ni aunque tenga el dinero y esté hecho una sopa.
Tampoco compraríamos un paraguas: siempre confiamos en que alguien nos lo dejará olvidado en casa. Por cierto: también hoy lo dejaste olvidado en la sala, por eso usarás algo tan elegante como una bolsa de la basura en lugar de un impermeable.
Nuestra idiosincrasia incluye ese estoicismo del perro mojado, resignado ante la tormenta, que se sacude en cuanto se pone a cubierto. Las clases sociales aquí se definen ante un charco: la casta peatonal los evita; la casta automotriz los pisa a buena velocidad cerca de los peatones. Esos mismos conductores, protegidos en sus cabinas, se embrutecen ante el mínimo signo de humedad en sus parabrisas y paralizan el tránsito. El caos se declara. El metro inaugura lagunas subterráneas. El sistema de drenaje ante la tormenta invierte su vocación y se vuelve una red de borbotantes manantiales apestosos. El Viaducto vuelve a ser un río. Por unas horas, Tláloc reconstituye su antiguo lago de Texcoco. Mientras, frente al museo de Antropología, su monolito se deshace por la acidez de sus propias lluvias.
Felipe Soto Viterbo nació en la Ciudad de México. Es autor de las novelas El demonio de la simetría, Verloso, artista de la mentira y Conspiración de las cosas. Es profesor de periodismo en la Ibero y de narrativa en el Claustro de Sor Juana.