El año que nació mi papá el Palacio de Bellas Artes cumplía poco más de un lustro. La Torre Latinoamericana ni siquiera figuraba como proyecto. Todavía vivían ancianos que conocieron la voz de Juárez.
En los cuarenta la Ciudad de México era una urbe en blanco y negro, de sombreros y guantes y palmeras en el Zócalo, con San Juanes de Letrán y Niños Perdidos. Podía uno cruzarse en la calle con Alfonso Reyes o con la esposa de Madero o con mi abuela, que cantó en la XEW.
Ningún libro o imagen logra comunicar esa capital de México, que no es mejor ni peor, como lo hacen los relatos de, por ejemplo, mi papá. Me gusta escucharlo cuando habla de su infancia (uno de sus primeros recuerdos es una jacaranda en la colonia Industrial) o del montón de veces que tomó un camión en la Calzada de Tlalpan para llegar a la preparatoria en la calle Licenciado Verdad.
Pero no solamente me deleito escuchando a mi papá. A menudo tengo la oportunidad de conversar con personas que llevan varias décadas en la ciudad, digamos un taxista o la mamá de algún amigo. Entonces aprovecho para preguntar cómo lucía tal edificio, qué había en ese lugar antes, en dónde se bailaba, qué se comía. Me cristinopachequizo de pies a cabeza.
Lo bueno es que los entrevistados suelen reaccionar bien: me cuentan de las mediasnoches del Sidralí, de cuando se veían los volcanes, de los cines en la colonia San Rafael. Nuestras calles están llenas de estos personajes y de historias que valen oro. Ojalá tomáramos más en consideración a los libros andantes que son los papás, abuelas, tíos, vecinas de más edad. Y también a los desconocidos.
Ahí está el señor de 97 años que vive en el Hotel Principal, en Bolívar, o el bolero en 5 de Febrero e Izazaga que trató a María Conesa, y un etcétera del tamaño del siglo XX. Aún podemos platicar con ellos, meter hilo para sacar hebra. Llegará el día en que falten y nos toque relevarlos (¿estaremos a la altura?).
Las palabras de estos cronistas personales son como el fertilizante que ayuda en el desarollo de las plantas. Sin embargo no faltará el sensato que pregunte para qué hacerle tanto caso al pasado y diga que mejor haríamos en concentrarnos en el presente y en el futuro. Bueno, ya se sabe que quien no conoce su historia está condenado a repetir… su presente. Y qué aburrido.