“Mi noche con Juan Gabriel”, por @APSantiago

“Esto es el silencio”, pensé, y me callé mentalmente: no quería ensuciar ni siquiera con mi voz interior esa cápsula de paz que era mi habitación a medianoche. Estiré las piernas, mi piel se regocijó en el frescor de las sábanas del Hotel Oasis y cerré los ojos para percibir el Mar de Cortés, majestuoso frente a mi balcón: su oleaje manso se disipaba en el repiqueteo de la espuma que la arena bebía. Sonreí mientras me quedaba dormido.

Por eso no fue fácil oír de pronto a Juan Gabriel. Su voz de caramelo, cantando a mi oído, fue sorpresiva como si un Carcharodon carcharias (tiburón blanco) de 20 toneladas destruyera mi ventanal y me atacara con sus 50 dientes mortíferos hasta volverme un trozo amorfo de carne y sangre. “Mi amor está adentro de mi alma” -me susurró El Divo de Juárez- “y con hechos te lo voy a demostrar”.

“No, por favor”, le rogué temblando, al borde del llanto.

Me desperté y sobresaltado indagué, “¿de dónde viene su canto?”. Detecté que del mismo punto de la grabación surgía el grito de una señora: “Dime yes or nou: ese día en Phoenix, ¿te fuiste con esa vieja?” “No”, contestó él. “Dime yes or nou: ¿me amas o no?”. “Yes”, dijo él. “Dime yes or nou: ¿eres un puto que me engaña? “No”, dijo él y ella le contestó: “¡puto, puto, puto!”, 17 veces, en una furia que degeneraba en sollozo.

En ese instante, entre la música romántica y los alaridos, apareció una voz tímida que detuvo aquel examen matrimonial de opción múltiple. “Disculpen, ¿podrían bajar tantito la voz?”, les dijo, y al pronunciar “tantito” con decencia de campanita tintineante, imaginé a Tinker Bell. “¡Esto no es Estados Unidos, no lo es! ¿Entiendes?”, le reclamó la señora, en un mensaje cifrado que quizá significó: “chamaca pendeja, no vengas a pedir que se cumpla la ley”. Ahí, valeroso, me levanté de la cama: aunque esto fuera México nos iban a respetar.

Abrí el ventanal y advertí que mi balcón estaba en medio, atrapado entre los balcones de Tinker y el del matrimonio con su grabadora. Yo ataqué sereno: “¡Carajo! ¿la señorita y yo tenemos que enterarnos que usted engañó a su mujer?”. Fue su esposa quien alzo la espada: vaso de plástico en mano, trastabillando, puso sus labios a tres centímetros de los míos y me lanzó con un fogonazo de tequila: “¿No escuchaste, puto? Mi marido no-me-engañóoo”, alargando la “o” como para no dejar dudas de su fidelidad.

En seguida, la señora hizo un silencio y nos preguntó a mí y a Tinker: “¿Y ustedes de dónde son?”. “Mexicanos”, dijimos al unísono. “Ná, no mamen, son extranjeros. Regresen a su país, uleros, porque esta noche no van a dormir ni un minuto”, dijo ella, y con su marido empezó a repetir en coro histérico: “¡Niunminuto, Niunminuto!”. El matrimonio, felizmente, estaba unido otra vez.

Resignados, Tinker y yo cerramos los ventanales y logramos que nos dieran otros cuartos. Nos mudamos sigilosos para no atraer al demonio.

Recostados –cada quien en su habitación-, antes de dormir pudimos escuchar muy a lo lejos cómo el matrimonio retomaba a gritos el examen de opción múltiple.

¡Anímate y opina!

*Aníbal Santiago en sus inicios fue reportero de Reforma y otros diarios, y después pasó a escribir en revistas como Chilango, Esquire o Emeequis, en la que hoy hace periodismo narrativo. Ha sido profesor universitario y conductor de televisión. Premio Nacional de Periodismo 2007.

(ANÍBAL SANTIAGO)