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Me hallaba perdida en unos ojos cafés, profundos y acuosos como un pantanal. Era casi el final de la entrevista y su voz interrogante me sacó del trance hipnótico: “Si yo le preguntara cuál es la especie más importante que hay que proteger, si tuviera una nueva arca de Noé y pudiera salvar a una especie, ¿a cuál salvaría, cuál sería la más importante?”.
Por mi mente pasaron rápidamente la imagen de mi gata y luego, de animales improbables, pues ya divagaba sobre otros asuntos. “No sé”, respondí seca y desganada, aunque intuía que la respuesta que esperaba, la políticamente correcta, sería precisamente la que yo menos querría dar.
“El ser humano”, dijo la entrevistada con el tono didáctico de quien está acostumbrado a enseñar a los niños, “el ser humano es la especie más importante que debemos preservar. En la organización nos esforzamos por cuidar el agua, los animales, el aire, porque hay otros seres humanos que lo van a disfrutar. Todas las especies, las plantas, los animales, ¿de qué serviría que estuvieran ahí si no están los seres humanos?”.
Mis ojos ya no se posaban sobre los suyos. Su voz llegaba de lejos mientras miraba los enormes ventanales de la lujosa oficina de Polanco, de una lujosa marca de joyería. Observaba de reojo los croissants que nos habían dejado al centro de la mesa, indemnes por el pudor y la conversación. De fondo, tras las ventanas, el cielo grisáceo del DF en plena pre-contingencia ambiental. Quería decirle “no, jovencita, se equivoca”, pero ella acababa de ganar un enorme premio por su labor altruista a favor del medioambiente. ¿Qué podría enseñarle una reportera con tendencias misántropas?
Recordé varios personajes típicos del DF: el policía panzón de la esquina pidiendo una mordida, la madre tironeando del brazo de su hijo quien a su vez jalonea de su nariz para vaciarla, el basurero oyendo cumbia a los gritos mientras se hunde para depositar las bolsas que le traen -sin más protección que su propia piel-, diputados durmiendo en el trabajo, jueces que no hacen justicia, señores insultando y atacando el claxon a la menor provocación desde el encierro frustrante del tráfico de la equívoca “Ciudad de la Esperanza”.
Pensé en la tragedia ecológica del DF: destrozamos árboles porque “ensucian”, de los ríos que alguna vez lo recorrieron sólo queda un recuerdo en las tuberías que corren a encontrarse con las aguas negras y un triste tramo de pocos metros, al aire libre y rodeado de vallas, en los Viveros de Coyoacán. Los animales que han quedado atrapados en la ciudad transitan como seres invisibles las calles o se convierten en tapetes involuntarios de las avenidas.
En mi furiosa lista de argumentos contra el humano apareció también el recuerdo aparentemente justiciero de un amigo, quien con orgullo hace pocos días contó que había rechazado en su negocio atender la petición de otro hombre que necesitaba dar en adopción a su perro. Mi amigo decía que “cómo ese cabrón se atrevía” a deshacerse así de su mascota. Rebajado a lo peor, ese hombre anónimo terminó vilipendiado hasta el asco por los comentaristas del post, en ese clásico afán de linchamiento que nos gana en los últimos tiempos.
Volví a mirar a mi entrevistada. Entendí que quizás exageraba: tal vez su entusiasmo renacentista que ponía al hombre en el centro de la creación era injustificado, pero que era muy inteligente: no sólo el interés egoísta es capaz de salvar otras especies, sino también de revalorizar y cuidar la nuestra. Esa idea es mucho más noble y honesta que usar la defensa de los animales -y cualquier otra causa- como justificación para ese injustificable, triste y cada día más frecuente desprecio a la humanidad.
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