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Gerardo Torrado y todo el Cruz Azul alzan extasiados la copa en nuestra propia casa y me envuelve una sensación de fiebre.
Cierro los ojos, aprieto los párpados y convoco a los poderes de mi mente para volver en el tiempo. De la mano de mi padre, Héctor, un joven profesor recién llegado a México desde La Plata -lejana ciudad al sur del planeta-, entramos al Estadio Azteca. Hombres y mujeres de piel curtida ondeaban ese domingo de 1979 banderas azulgrana, tocaban cornetas y lanzaban alegres un temible grito de guerra: “Chiquitibumalabimbombá”.
Pero lo que más me impactó del contacto inicial con el mundo de los “Potros de Hierro” fueron las miles y miles de butacas de cemento vacías. Esa soledad nublaba mi entendimiento infantil: ¿Por qué si el Atlante era, como decían, “El Equipo del Pueblo”, le íbamos 7 personas?
Aquel mediodía soleado pregunté a mi papá: “¿Por qué le vamos al Atlante?” y respondió: “Aquí juega La Volpe, que es argentino (es decir, era su compatriota), porque es un club proletario (así dijo y aunque no entendí nada seguro eso era muy importante) y porque como juega en el DF podemos venir a apoyarlo”.
Arrancó el partido. Atlante, dominador, metió un gol al Zacatepec y al rato hizo el segundo. La porra comenzó a lanzar otros clamores, aún más escalofriantes, como: “¡Les guste o no les guste, les cuadre o no les cuadre, el Atlante es su padre, y si no, chinguen a su madre!” (los conservadores cambiaban la última estrofa por “chiflen a su máuser”).
El caso es que, listos para volver triunfantes a nuestro departamento de Nativitas, en el minuto 88 Zacatepec anotó. Tensos, aguardamos en el asiento el final del duelo. Y sobrevino la tragedia: en el minuto 90, un épico hombre-melena, el “Harapos” Morales, convirtió el del empate para el enemigo. Furioso, mi papá me dijo “Vámonos”. La pelota, sin embargo, aún debía rodar unos segundos. Cuando cruzamos el túnel camino a Calzada de Tlalpan nos cimbró otro grito de gol. Ilusionados, volvimos corriendo a la tribuna: los futbolistas contrarios y su porra verde enloquecían por su insólita victoria. Y el árbitro, ahora sí, pitaba el final.
Por primera vez papá quiso llorar esos colores; por primera vez yo lo hice.
Desde entonces el Atlante vive el karma de la catástrofe: nos despojaron de estadio en cuatro ocasiones, descendimos dos veces (este año podría ser la tercera) e incontables partidos hemos caído con goles de último minuto. Los atlantistas nunca nos cansamos de morir.
Un potro hermano de desgracias, Israel, una vez me dijo relinchando triste: “Contra el Atlante los ciegos ven, los sordos oyen y los mudos hablan”.
Y yo, en esta semana sin consuelo tras la final de la Copa MX, digo algo más: si el rival es el Atlante, hasta Cruz Azul es campeón.
¡Anímate y opina!
*Aníbal santiago en sus inicios fue reportero de Reforma y otros diarios, y después pasó a escribir en revistas como Chilango, Esquire o Emeequis, en la que hoy hace periodismo narrativo. Ha sido profesor universitario y conductor de televisión. Premio Nacional de Periodismo 2007. Para Más por Más ya habló de la cobardía de los que acosan a las mujeres en las calles.