SÍGUEME EN @apsantiago
El vagón frenó, se abrieron las puertas, busqué orientarme entre las multitudes del subsuelo de la Estação Sé, subí los escalones del Metro y ante mí apareció la Plaza de la Catedral de São Paulo. Inmóvil sobre los adoquines que conducían a la iglesia gótica de cúpulas verdes, me quedé como una estaca: a la céntrica explanada de la ciudad más poblada de Brasil la cubría un manto de cartones, cientos de cartones pardos elevados varias pulgadas del piso y apenas iluminados por la luz naranja del amanecer.
Cuando uno ve algo que no entiende prolonga la mirada. La prolongué mucho, quizá un minuto con mi mochila a la espalda, hasta entender: de ese manto uniforme que se movía con ligeras ondulaciones empezaron a emerger, despacito, seres andrajosos de pelos revueltos. Mujeres y hombres se desperezaban, bostezaban, unos más veían a sus parejas o hijos, y otros se ponían de pie sólo para echar un vistazo a la puesta en marcha del día. Los cartones eran los cobertores con que aquellos cientos de mendigos brasileños se protegían de la noche invernal en esa majestuosa habitación al aire libre.
Nunca, a mis 20 años, había visto tantos pobres como los que me crucé en ese 1994, cuando con tres playeras y mis ahorros de mesero tomé un vuelo para después recorrer por tierra 1,500 kilómetros del oriente de Brasil.
Ahora que ese país está en la mente de todos por la activa indignación de un pueblo que no admite que carradas de dinero público vayan a la Copa Confederaciones, los Juegos Olímpicos o la Copa del Mundo, busqué en un armario una libreta donde escribía historias chiquitas de lo que en el viaje iba viendo. Una de ellas surgió en una calle atestada de ambulantes: “El negro que tengo enfrente y que se cobija bajo una tela gris, inmensamente solo en la madrugada de los rascacielos también grises de São Paulo, no se cree el cuento de la abolición de la esclavitud. Ahora, sumergida su cabeza en los olores rancios de comida degradada, imagina el cuerpo de su abuelo, quizá más firme que él, caminando rotundo en la plantación de caña”.
Otro texto nació en Belo Horizonte; creo que intentaba componer un verso: “Gira la negra, baja la blanca, una mulata está sin pata / Choca el negrito con la papaia y la garota, mas no acabada, posa encantada junto a la tienda de los pastéis / El loco grita, ruge y alcanza a su criança, que lo recibe con la sonrisa de la goiaba / Verde amarela luce la vieja, que ya sin calzas y acalorada, con dos cafés todavía aguanta / más con su zambo, de 80 ayeres, que aún la abraza como coraza”.
Y, sentado en una banca de Río, escribí unas líneas más: “Te dicen que hay colores, que explota la alegría y cantan en las calles. ¿Dónde quedó esa historia que cuentan de Brasil? Ahora me doy vuelta: un tipo sin un peso devora algo de arroz, se come hasta la bolsa, ya se tragó tres dedos, ya desapareció”.
¡Anímate y opina!
Aníbal Santiago en sus inicios fue reportero de Reforma y otros diarios, y después pasó a escribir en revistas como Chilango, Esquire o Emeequis, en la que hoy hace periodismo narrativo. Ha sido profesor universitario y conductor de televisión. Premio Nacional de Periodismo 2007.
(Aníbal Santiago)