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En el segundo, de la semana pasada, un objeto alargado, de unos 800 metros, pasó por encima de la cumbre a una velocidad que deja atrás la de cualquier avión.
No pretendo explicar ambos fenómenos, quiero pensar que son explicables desde la ciencia y el sentido común. Podrían ser satélites artificiales que pasaban a miles de kilómetros en órbita, y que por efecto del zoom en la cámara se veían muy cercanos. Quizá. Pero prefiero vivir en un planeta que aún está lleno de cosas inexplicables.
Desde hace unos 20 años la Ciudad de México tiene el inquietante título de la población con más avistamientos OVNI en el mundo.
El número de encuentros cercanos de cualquier tipo (no con cualquier tipo, cabe hacer la diferencia), en todo caso, tiene que ver con el número de personas: si en este valle vivimos unos 20 millones de terrícolas que dedicamos buena parte del día a papar moscas o encontrarle figuritas a las nubes, no es de extrañar que de vez en cuando detectemos alguna presencia inexplicable allá en lo alto. La cantidad de avistamientos es proporcional al numero de testigos potenciales y a nuestra tendencia a creer en lo inexplicable antes que en lo sensato.
Sumemos a eso la cámara que lleva catorce años vigilando que el Popo, nuestro buen Goyo, no se pase de gases, y a Jaime Maussan recabando pruebas de que los extraterrestres ya nos detectaron y de que es cosa de tiempo para que nos invadan, para que las probabilidades de que se detecten (o imaginen) anomalías celestiales se incrementen.
Sólo una vez en la vida he visto algo no identificable en el cielo. Habré tenido como doce o trece años y desde el patio de mi casa vi una pequeña luz sumamente lejana dar vueltas con la trayectoria equivalente a la de una de esas moscas obsesionadas con los ángulos rectos, pero en la estratósfera. Luego simplemente se apagó.
Tal vez era sólo un globo de cantoya. O un avión espía. Esa vez preferí pensar que era una nave extraterrestre.
(Felipe Soto Viterbo | MÁS POR MÁS)