Cualquiera que ronde los 45 años de edad recuerda cómo imaginábamos en los setenta y ochenta el futuro sin el PRI. Por ejemplo, el presidente de México no sería un señor que ni oía ni veía a la oposición. Los primeros de septiembre, en una cosa republicana, el primer mandatario asistiría al Congreso de la Unión a escuchar a los partidos debatir sobre su gestión; y, por supuesto, tendría derecho a decir en esa tribuna lo que a su juicio fuera pertinente y debido. La presidencial sería una voz importante, pero no la única que se escucharía en el debate.
Ese futuro imaginario incluía que ya no habría una aplanadora priísta en el Congreso. Se acabaría esa cosa tan frustrante de que no importaba si tal o cual partido ganaba el debate, al fin y al cabo todo mundo sabía de antemano quién se impondría en la votación: el Revolucionario Institucional aplastaba siempre.
El futuro y la alternancia llegaron pero no así una dinámica democrática como la que habíamos imaginado. En no pocos casos resultó que los que antes fueron oposición –y que por ende padecieron la gandallez del partidazo— descubrieron que es más fácil pedir que dar, exigir que cumplir, aprovecharse de las ventajas que democratizarlas. Eso ocurre hoy con el Partido de la Revolución Democrática del Distrito Federal, que no se cansa de presumir en la Asamblea Legislativa que no será muy elegante, pero ah-qué-conveniente es recurrir al mayoriteo.
El caso más reciente fue este miércoles, cuando luego de que se publicaran denuncias de presunta corrupción en el Instituto de la Vivienda (Invi), los perredistas impidieron que Raymundo Collins, el titular de ese organismo del Gobierno del Distrito Federal, fuera llamado a comparecer.
La negativa para que Collins sea sometido a cuestionamientos en el recinto de Donceles es solo el más reciente caso de una larga lista de funcionarios perredistas que nomás no hay manera de que sean sometidos a preguntas por parte de los, no se rían, representantes populares.
Da igual si se trata de un delegado, del director del Metro, del secretario de Transportes o del titular del Invi. Los perredistas aprendieron del viejo PRI que lo único que importa es que nadie de su partido sea sometido a escrutinio. Si los panistas o los priístas tienen o no razón en sus motivos para demandar la comparecencia de un funcionario es lo de menos. Lo que quiera o no la ciudadanía es también, como en los años setenta, irrelevante.
Los perredistas de la capital aprendieron lo malo del PRI. De seguir así, en el pecado llevarán la penitencia. Porque precisamente ya vimos que cuando un partido, como en su momento fue el tricolor, abusa reiteradamente de su poder, la ciudadanía termina por echarlo a la calle.
No sé qué pensarían los socialistas y los comunistas de ayer de que hoy el PRD en la capital se comporte y aplique a la oposición las burdas técnicas de las tantas veces ellos fueron víctimas. De lo que no tengo duda es de que en algún lugar de la capital hay ciudadanos ideando un futuro para el Distrito Federal en el que no habrá un partido que solo sabe mayoritear, como los perredistas con corazón de viejo PRI de la Asamblea Legislativa.
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*Periodista, colaborador de El Pais, columnista en La Razón y sinembargo.mx