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Al DF lo construye a diario la gente que vive en los suburbios, y por eso vengo a contarles esta historia: Uno siempre se pregunta dónde está Dios cuando aparecen las desgracias. En Xalostoc suelen buscarlo dentro de una iglesia rojiza, de un neoclásico alucinante, que se estira con su torre como queriendo alcanzar el cielo. Acá adentro hay cinco cristos, uno de ellos con el pecho abierto y el corazón sangrando como si fuera la sangre que derramará Xalostoc por los siglos de los siglos, amén.
Hay, además, una Virgen María, un San Judas Tadeo, un San Martín de Porres y en una esquina está pintada La última cena. Pero todas las flores, todas las miradas, todos los rezos, todas las veladoras, todas las súplicas y todos los corazones están puestos a San Pedro. A él le ha sido consagrado Xalostoc y, desde el pasado sábado, está de fiesta: se celebra el día en que Nerón lo mandó a crucificar y lo enterró de cabeza.
Probablemente yo no estaría en esta fiesta patronal —la cual dura ocho días— si no fuera porque Xalostoc es uno de esos suburbios levantados en los cerros de Ecatepec a los que les ocurre casi todo: asaltos, secuestros, homicidios, aguaceros —de esos que arrastran lodo y piedras y que le dejan a uno la sensación de que ha llovido mierda—, y, por si fuera poco, una explosión por culpa de un chofer que manejaba recio una pipa de gas.
Es decir: vine a Xalostoc porque pensé que acá la fe estaba en bancarrota, pero me equivoqué.
Xalostoc me enseñará que la vida sigue su curso, que la fe es el único tesoro que tiene el hombre y que debe cuidarse como el perro que defiende un hueso. Con la gente que hable me dirá que lo importante es seguir vivos y que esa es suficiente motivo para agradecerle a San Pedro. No soy creyente, pero creo en las personas y en su idiosincrasia.
Por eso, si José Luis Anaya me dice que San Pedro lo salvó de morir en el estallido de la pipa —tiene las manos quemadas, se quedó sin casa— no tengo más camino que darle la razón y olvidarme de preguntarle si no piensa que San Pedro ha sido un poco cruel con Xalostoc.
Querido lector: debería darse una vuelta a Xalostoc. Conocerá a gente que aguanta, quizá porque eso fue lo primero que les enseñó la vida. Sabrá cómo a muchos les cuesta tanto desarraigarse de este suburbio abrazado por los cerros, y quizá por ello el que se va regresa, el que lo insulta se disculpa y el que lo agrede las paga (el domingo fue asesinado un hombre que, dicen, debía muchas muertes).
Venga al festejo de las penas. Tal vez entonces comience a creer en algo.
¡Anímate y Opina!
*Estudió comunicación en la UNAM. Ha colaborado en Reforma, Milenio y El Universal y el semanario Emeequis. Es tres veces Premio Nacional de Periodismo en Crónica. Autor de Gumaro de Dios, el caníbal, Placa 36, Entre Perros y El más buscado.
(Alejandro Almazán)