La próxima vez que nos pregunten de dónde somos contestemos que de Tepito. Así entenderemos mejor el efecto que suele provocar esta palabra que huele, sabe y retiembla en sus centros la tierra.
Para muchos capitalinos Tepito equivale a tianguis, a delincuencia, a un lugar al que jamás se va porque es como si un niño quisiera conocer al Coco. Alguna razón tendrán. Sin embargo también están los que saben que en Tepito prevalece una riqueza social y cultural bien relevante.
Un ejemplo es la sexagenaria Galería José María Velasco, en Peralvillo 55, en donde han expuesto artistas del barrio como Salvador Gallardo, quien diseña muebles a partir de refacciones de automóviles en su taller de Peralvillo 60.
En la parte trasera de la galería entrevisto a Alfonso Hernández, el sensible cronista y “hojalatero social” que me aclara: “En Tepito no la pasamos mal, como suele pensarse, aquí se come bien, se coge fuerte y se le enseñan los huevos a la muerte”. Luego me alburea y yo me quedo con mi cara de nada.
Detrás de nosotros se exhibe el poderoso mural que le dedicó Daniel Manrique a los oficios tepiteños: el boxeador, los que bailan, el que trabaja y lee. En la década pasada Manrique realizó una obra magnífica en una unidad habitacional poco visitada por los forasteros: Los Palomares, atrasito de la iglesia de La Concepción Tequipeuhcan, ahí donde el último tlatoani mexica fue apresado por los españoles el 13 de agosto de 1521, ahí donde empezó la esclavitud, significado de tequipeuhcan. Da gusto que estos días se remoce la fachada del templo.
En Los Palomares conozco a otro Alfonso Hernández, uno que da clases de iniciación artística a los niños cada martes, el día más adecuado para darse una vuelta por el barrio porque no hay puestos. Entonces se acerca una vecina que está convencida de que debajo de la iglesia de La Concepción hay un túnel. Me lleva con el sacerdote para que me cuente bien, pero no lo encontramos. “Yo soy de aquí, mis papás y mis abuelos fueron de aquí y yo aquí me voy a morir”, dice al despedirnos.
Tepito empieza a sólo ocho cuadras del Zócalo. Se antoja ir seguido, reconocer “la permanencia de lo viejo”, como señala el cronista Hernández, comprarle ropa de bebé a Lourdes Ruiz, campeona nacional de albures, en la esquina de Aztecas y Fray Bartolomé de las Casas, o fotografiar la estatua de Morelos que le dio su nombre oficial a la antigua colonia De La Bolsa, famosa por su iglesia de San Francisco Tepiton (tepiton significa “pequeño” y se le agregó para distinguirla de San Francisco “el grande” en el Centro).
Para los primerizos se hace necesario probar las migas de La Güera en Toltecas 12 o el cabrito al horno de El Correo Español en Peralvillo 30. A los más curiosos recomiendo saludar a Enriqueta Romero, cuidadora del altar de la Santa Muerte de Alfarería 12. Pero que sea sin morbo, y sobre todo sin miedo.
No miremos desde afuera. Démonos cuenta de que todos tenemos Tepito dentro. Así, con albur.
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*Jorge Pedro Uribe Llamas estudió Comunicación. Ha trabajado en radio, revistas y televisión. Sus crónicas sobre la Ciudad de México están en jorgepedro.com.
(Jorge Pedro Uribe Llamas)