Como en todas las películas recientes de James Bond, el tema principal de Spectre (2015) es el anacronismo del espía en un mundo digital. En esa preocupación se establece una paradoja: espiar y matar es correcto, siempre y cuando lo haga un ser humano; cuando el oficio se le encarga a las máquinas, ya sean drones o sistemas de vigilancia, se está ante un dilema moral. M (Ralph Fiennes), aterrado de las nuevas formas de la inteligencia militar, sentencia: “Es la pesadilla de George Orwell”. Se estima que en la realidad hay cerca de 1.5 millones de cámaras de vigilancia en Gran Bretaña, pero a M eso no le recuerda a 1984.
El realismo en una cinta de Bond no es una preocupación para el director Sam Mendes, como tampoco lo ha sido para tantos otros. Ignoro por qué alguien creería realista el retrato de un espía inmortal, elegante y seductor sólo porque, desde que Daniel Craig asumió el rol, tiene biografía y proclividad al trauma. También ignoro por qué alguien se quejaría de que en su nueva cinta Bond y sus aventuras son tan inverosímiles como siempre lo habían sido.
No vemos Spectre para pensar, ni siquiera la vemos para ponernos tensos —ya sabemos que Bond va a vencer—; la vemos para abandonar la realidad en una extensa fantasía sexual donde la muerte no perturba: excita. “¿Qué hacemos ahora?”, le pregunta Madeleine Swann (Léa Seydoux) a Bond después de matar a un villano. Se van a la cama. La realidad de Bond se ciñe a la de nuestros deseos, o al menos así era todavía cuando el sarcástico Pierce Brosnan interpretó al personaje. Con la parquedad de Daniel Craig se introdujo a la franquicia la obsesión por el realismo, incoherente y contradictoria dentro del ya absurdo universo de Bond. Como si respondiera a ello, Spectre es un regreso al mundo de lo imposible donde los sueños dictan la lógica.