Un día antes de Año Nuevo visité por puro azar el centro comercial que está en Bosques de Duraznos. Hace casi 13 años trabajé muy cerca de ahí, lo que me forzaba a visitarlo prácticamente diario. Sigue igual: lejano y con forma de uretra, sólo que ahora con Gastarbucks y demás tiendas actualizadas. Ni me acordaba de su existencia. La melancolía me duró tres segundos. Ya que estaba ahí me di cuenta de que no había gran cosa por evocar. A ningún centímetro del lugar podía yo dedicarle un poco de cariño. Pensé en la McNorteña y en un lugar donde comí sushi bien caro y hablé del Cruz Azul con León Krauze siendo yo apenas un joven oficiante de letras.
Ahí estaban, inalterables, el McDonalds y el sitio de comida oriental.
Pinches centros comerciales, son lugares de transición donde la engañosa evolución de los aparadores nos hace sentir que el tiempo pasa a nuestro favor. Arenas movedizas cicladas con época de descuentos y meses sin intereses, y arbolotes de Navidad o siluetas de cupidos, o agringadas calabazas con sonrisa macabra. Son una epidemia, una utopía en el mal sentido de la palabra. Ahí donde uno alcanza a ver una inmensa obra negra a la distancia, ahí, será otro centro comercial. Otro. Con su cine de butacas numeradas y Era del Hielo 6 en todas sus salas, con su fayuca disfrazada de Zara y sus maniquíes sin pupilas. ¡Ajá! Maniquíes sin cabeza pero con más personalidad que nosotros. ¿Cómo permitimos que eso sucediera? Hay gente que se tardará 30 años en pagar un departamento cuyo vecino inmediato es el escándalo reguetonero dominical de una tienda Steren o la entrada del Soriana.
Hay pies de página debajo de fotos en Facebook que dicen: qué bonito quedó Pericoapa. Hay un centro comercial con un lago artificial y otro donde nieva de a ‘mentis’. Polanco es un muégano de Centros Comerciales. Sus estacionamientos como ordenados purgatorios, cómodas pesadillas donde comprarse una colcha de Bob Esponja.
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