‘Ojitos’ Meza: el eterno

Enrique Meza renguea dentro de su casa. “Me está doliendo”, dice y mira su pierna. Pero como el león herido que conserva su dignidad de rey, encara desde el amanecer este miércoles invernal: cumple su sesión de ejercicios pese a que su rodilla lo tortura, saca a pasear a su dóberman Hércules, y ahora va hacia la cocina porque insiste en que mientras lo entrevisto pruebe una bebida de toronja.

No hay pausa para el Ojitos: después de comer con la familia abordará su camioneta para viajar desde Villa Coapa a Morelia, donde inicia la lucha para que su equipo siga siendo de Primera División. Desafiará a la fatalidad. Nada nuevo; algo viejo, más bien: cuando el entrenador se reclina en el sillón de su pequeño estudio queda de espaldas a una pared que para cualquiera sería la intolerable cronología de una larga tragedia: cientos de fotos de su etapa de arquero de Cruz Azul y Tigres, el collage de un tiempo constituido por unos cinco mil 500 días en los que luchó por ser titular y no lo consiguió: “Yo me mataba trabajando. Quería ser el mejor, hice mucho para serlo y nunca pude: en 15 años de futbolista jugué sólo 98 partidos”.

Enrique desenfunda el puñal de la aritmética: el hombre que quería ser número uno de su equipo jugó, en promedio, seis partidos al año. Siempre como segunda opción. Delante suyo, un portento físico enloquecía a los aficionados (y a las mujeres) engañando al aire y la gravedad: Miguel Marín.

Pero un día de 1982 la vida dejó de ser cruel. Marín, el mismo que lo condenó a la helada banca de todos los estadios imaginables, devenido técnico le pidió ser su auxiliar en Cruz Azul. Poco después el argentino de alma arrebatada agredió a un árbitro y fue suspendido un año: Meza se levantó de la banca, ahora para sustituirlo e iniciar una carrera que ya suma 33 años, cuatro títulos de Primera, una Copa Sudamericana y dos Concachampions. “Por la edad sé que estoy jugándome mis últimos partidos. El tiempo se ha ido acortando, admite. Pero siento que puedo dirigir cuatro años más. Y bien, sin chochear”. Es decir, ahora luchará contra sus 67 años: “Remo siempre contra la corriente. De mí siempre se dijo: no va a poder, no tiene personalidad. Meza esto y lo otro no-no-no”.

HELADO DE FRESA

“Sí”, le dijo Teódula Enríquez a Ismael Meza cuando el chofer de ambulancias de la Cruz Verde le pidió matrimonio. Y la pareja funcionó no sólo en el amor: el teléfono del Hospital de la calle Revillagigedo sonaba, la joven tomaba su instrumental esterilizado e Ismael, a toda velocidad, surcaba la Ciudad de México hasta la coordenada de la explosión, el choque, la riña.

La migrante de la ranchería queretana de Ajuchi- tlancito se unió al que fue un campesino oaxaqueño de San Juan Cacahuatepec. Cuando ella apenas tenía 14 años ya era mamá de una niña. Vinieron dos pequeñas más, un varón, y en 1948 llegó Enrique, el último, que desde sus dos años ya vivía en el número nueve de la Séptima Cerrada de Cáliz. “Hubo carencias materiales, pero no de amor. Mis hermanos, papás, tíos, me trataban extraordinariamente: era el consentido y todos me querían”.

¿Las primeras cascaritas? Meza no dice nada. Su barrio, más bien, era guaracha, bolero y rumba: “Un don que era carpintero sacaba el fonógrafo a la azotea y ponía música a toda la colonia El Reloj: Celia Cruz, Benny Moré, Celio González. Música todo el día”.

El futbol le llegó a los siete años, cuando el entrenador del Huracán de El Reloj puso a cuidar su portería en los campos llaneros a un niño ágil y de buena altura que cumplía con lo mínimo en la Escuela Plan de Ayutla. “Feo decirlo, pero sólo la primaria tengo. Intenté la secundaria y no me dio la cabeza. Soy un tipo peculiar: no me entran las cosas. Ahora leo muchísimo pero tengo mala ortografía. Escribo sin pensar cómo va y al leer me doy cuenta de lo mal escrito”.

— ¿Y la computadora?

— También muy piedra. ¡Tomé clases de computación tres veces! Y nada.

Enrique, el técnico tetracampeón mexicano, siete veces superlíder y con nueve finales, se empeña en ilustrar qué tan “piedra” ha sido: “A los siete años, en la escuela nos llevaron a Teotihuacán. Mi mamá me dio dinero y un morralito de tela. En las pirámides lo primero que hice fue comprarle un sándwich de helado. Lo guardé y volví a casa a las 7 pm. Muy contento le dije: mamá, te traigo un regalito. Abrí el morralito: todo, hasta los cuadernos, estaba batido. Ya me acordé: era de fresa el helado. Como gente de campo, mi mamá me dijo: Ay m’hijo, tan pendejo. Era cierto: ¡le compré su helado para entregárselo a las siete! (se ríe). Me adoraba: he sido flojo y consentido pero ella aún me cuida”.

El futbol lo eligió desde que su cuñado Raúl lo llevaba al estadio de CU: el Campeonísimo visitaba el DF y las masas, de Tlalpan a Azcapotzalco, se desparramaban para ver a ese equipo que era una fiesta popular. “Quería muchísimo a las Chivas”, dice y repasa el plantel: “Sepúlveda, Villegas, Jasso…”. Apellido, palmada al escritorio. En total, 18 apellidos: su memoria guarda hasta los nombres de los suplentes.

Ya en la adolescencia, el laboratorio Mead Johnson le dio trabajo y le encomendó ser el delantero del equipo. Enrique se probó en esa posición en América y Necaxa pero no despertó interés. Con sólo la primaria concluida, a los 17 años urgía descubrir el sentido de la vida: el joven, amante de unos Beatles que en 1965 seducían al mundo con Help!, halló su propia ayuda: la osadía. Herido de un codo por un choque en un partido, fue a la Magdalena Mixhuca. Ahí, el célebre técnico español Donato Alonso creaba a la Selección juvenil con gente de Fuerzas Básicas de clubes profesionales. Enrique era una rareza: carecía de equipo.

Ante un pelotón de jugadores, Alonso preguntó: ¿porteros? “Yo no llevaba rodilleras ni guantes pero levanté mi mano y me dijo: ponte”. Un “ponte” que transformó su vida: “¿Cómo le hice? No supe pero atajé media hora rebien”. Al acabar, el técnico se acercó al chico del codo lastimado: “Me dijo: ya eres el titular. Vete a casa, nos vemos mañana. Me fui feliz”.

El joven que días atrás se embarraba de polvo y lodo en los llanos del sur del DF se vio ante un sueño. El Cruz Azul del “Kalimán” Guzmán jugaría un amistoso ante el representativo juvenil. Meza fue enviado al arco en el primer tiempo: su actuación, impecable, con un penal detenido al seleccionado nacional Héctor Pulido. “Ya sentados en el suelo del vestidor, vino (el técnico) Walter Ormeño y preguntó: ¿quién atajó el primer tiempo? Levanté mi mano y me dijo: ¿quieres venir a Cruz Azul?”.

Meza nunca imaginó que la gloria que le recorrió el cuerpo su primer día como cruzazulino, el 3 de mayo de 1966, era el prólogo de una cruzada estéril de 15 años por ser titular. En la etapa inicial tuvo adelante a los porteros Vicente Alvirde, Óscar Ávila, Tarzán Palacios, Jesús Charro García, Roberto Cacho Alatorre, Ricardo Cortés y Silvino Román. Si la competencia ya era salvaje 1971 fue el juicio final: desde el Vélez Sarsfield argentino El Gato Marín llegó a La Máquina.

— ¿Qué es lo primero que recuerda de él?

— Sus dedos amolados, feos. Técnicamente no era tan bueno, hacía cosas raras: en los centros dejaba que la pelota subiera y la tomaba aquí (hace como si pegara el balón al mentón), agarraba la pelota con las piernas abiertas. Pero no se le escapaba ninguna. Nació portero. Fue El Superman: llenito de arriba, potencia, de (músculos) gemelos grandotes, brincaba muchísimo. Extraordinario. Imposible competir con Miguel.

— ¿Fue muy duro no dar el paso a la titularidad?

— Duro, pero con toda esa dureza disfruté ser jugador. Si hoy juego me siento pleno. Los problemas se alejan, tocar la pelota es extraordinario.

— ¿Con Marín eran amigos?

— Desde que llegó. Gran arquero, pero fue mejor como ser humano. Si una discusión nos distanciaba, a los tres días nos pedíamos disculpas.

— Ilústreme con una vivencia eso de: fue mejor como ser humano.

— Cruz Azul estaba por ir de gira a España con Miguel y Julio Aguilar de arqueros. Yo no iba a viajar, pero Miguel me invitó a comer. Me dijo: Abuelo —así me decía— ,arregla tus papeles, vas a España. “No juegues con eso, Miguel”, le pedí (yo tenía muchas ganas de ir y no conocía Europa). Me dijo: “Ando amolado (tenía un dedo muy inflamado), voy a pedir que te lleven”. Fui y ni Aguilar ni yo jugamos un minuto. Miguel sabía que él iba a ser titular pero me llevó: eso sólo lo hace un amigo.

— ¿Y fuera de la cancha?

— Cuando Miguel llegaba a donde fuera, era el sol entrando a un lugar oscuro: amable, cariñoso con los mayores, a los niños los cargaba y llevaba siempre fotos suyas y las regalaba firmadas. Era el sol.

Y fue en 1971 el año que con Marín en México decretó su suerte de futbolista, el que también definió su suerte en el amor. Con varios amigos, Enrique —ya un jugador profesional de 23 años— fue a ver un partido femenil a los campos de la colonia Espartaco. Lo derritió una futbolista blanca de pelo oscuro: “Le busqué plática y me dijo: no quiero hablar contigo. Me subí al coche y les dije a mis amigos: con ella me voy a casar”. No renunció y otra vez fue a buscar a la joven de 16 años. “Le pedí que fuera mi novia y no quiso. Pasaron días e insistí: ahí aceptó. Y me costó un trabajo darle un beso. ¡Tres meses!”, ríe.
Hace unos 40 años, Laura, entonces una adolescente, le regaló La Peste, de Albert Camus. Como para cincelar en algo a su novio hecho de barrio, patadas y sudor. En esa novela, una epidemia en Argelia es la excusa para pensar la vida. La adolescente no sólo le dio besos. También la literatura.

En la ceremonia donde el año pasado ingresó al Salón de la Fama, el técnico citó una línea del propio Camus (“Con seguridad lo que sé de más sobre la voluntad y las obligaciones de los hombres, se lo debo al futbol”) y agradeció a su mujer: “Algo tuve que haber hecho en mi otra vida muy bien, que me premió con ella”. El 9 de enero, los padres de Diego, Enrique y Viviana cumplieron 39 años de casados, en los que han emergido de días que pudieron ser la cima y fueron tiniebla.

Al borde de la eliminación de la Copa del Mundo de Corea-Japón 2002, el técnico nacional debió renunciar tras perder 3-0 con Honduras.

— ¿Aún duele su paso por la Selección?

— Llegamos 3 am al aeropuerto y me decían: vete por otro lado. Dije “hagamos una conferencia de prensa”. Muchos aficionados detrás de mí, en los pasillos, me ofendían: vete, hijo de tu tal por cual. Feo. Haber dado la conferencia de presa fue disculparme con México, aceptar que no fui capaz. Me sentía apaleado, pero esa conferencia fue una de mis mejores decisiones: me dio prestigio moral y ético. Llegué a casa, me tomé un café con mi señora y hablamos de todo lo que pasó. En la vida, lo que ya fue no lo puedes cambiar: suspiramos por el pasado y planeamos el futuro, pero lo más importante es el presente.

Enrique cree en la Virgen de Guadalupe, por la que ha caminado desde su casa a La Villa. Pero también cree en los libros. Se pone de pie, voltea a su biblioteca y saca de entre decenas de títulos Hombres para el Futbol, de Santiago Coca. “Es un tratado extraordinario, lo quiero tanto”, me confiesa y lo abre. Junto a la solapa hay escritas de su propia mano siete líneas. La que está en lo más alto dice: Primer lectura, 23 de junio de 1992. La de abajo: Séptima lectura, 1 marzo 2010.

“Releo mucho y soy ideático”, explica. De este mismo libro traje 90, se los di a los jugadores del Toluca y la Selección. Reparto cuadernitos con extractos de mis lecturas”, cuenta y hojea Hombres para el Futbol. Veo que los primeros párrafos se mezclan con fotos que ha pegado. “Estos son mis tres hijos; estos, mis nietos”, dice frente al libro que volvió álbum de fotos. Unidos, letras y familia: sus amores.

TE CREAN, TE QUIERAN Y TE TEMAN

— ¿Qué jugador de sus dirigidos le ha maravillado más?

— Dos me marcaron. Miguel Calero, un tipo fantástico en el campo y fuera: alegre, ganador. Y Gerardo Torrado: extraordinario ser humano y jugador. En el gran total, los mejores.

— ¿Cómo ve al futbolista de hoy?

— Disperso. Celulares y computadoras los distraen de una profesión hermosísima.

— Describa cómo es en el vestidor con sus jugadores.

— Casi siempre me dirijo en estos decibeles en que hablo contigo, pero hay 25 jugadores que deben escuchar. Mi liderazgo no es con la voz. Al liderazgo lo impone la mirada, por eso les pido que me vean. Cuando alguno se me voltea, le digo: te estoy hablando, veme. Pero aún me falta hacer correcciones más fuertes: los jugadores te tienen que creer, te tienen que querer, pero también te tienen que temer.

— ¿Cómo le va de abuelo?

— Soy cariñoso y muy aprehensivo: no quiero que corran, se tropiecen. Tengo 67 años y ya vi muchos accidentitos: son seis nietos. Suben, bajan, van, vienen. A veces les pego un pequeño grito y me dicen mis hijos: papá, no pasa nada. Ojalá, pero siempre estoy nervioso.

La casa se llena de voces, toda la familia ha llegado a comer. Desde la sala los nietos llaman al abuelo: quieren jugar con él antes de que se vaya a Morelia. “Quiero dirigir más”, me dice antes de despedirse. “Me gusta muchísimo que mi vida gire alrededor del juego. El futbol es tan bonito: vuelve uno a ser niño a la edad que sea”.

Enrique está por acercarse a sus nietos: es momento de volver a ser niño.