Esperada por cinéfilos, activistas y comentaristas políticos como la respuesta de México a la xenofobia estadounidense, Desierto (2016) estaba condenada a la expectación y, tras su estreno, a la desilusión. A muchos les entusiasmaba la idea de que un miembro de la familia Cuarón tocara el tema de la migración ilegal hacia Estados Unidos, sobre todo después de que el patriarca, Alfonso, protagonizara un choque con el gobierno mexicano por el tema de la reforma petrolera. Si el padre cuestionó con lucidez un tema histórico —en vez de atacar, Cuarón prudentemente pidió que se aclararan sus dudas—, el hijo, Jonás, debía examinar otro en el cine con resultados similares. Desierto, sin embargo, es más un espectáculo de persecuciones que un pronunciamiento importante.
La trama se reduce a una cacería de migrantes conducida por un perverso gringo llamado Sam (Jeffrey Dean Morgan), que porta una bandera confederada en su camioneta, entrena a su perro para que mate mexicanos y asesina de un tiro a todos menos a Gael García, quien interpreta a un joven llamado Moisés. Profeta en su tierra y en la del vecino, Moisés guía a sus mexicanos con gentileza y valentía hacia la tierra prometida y aun cuando está a punto de cometer un acto terrible inmediatamente se reivindica. Los personajes resumen el pensamiento de la película —el mexicano es bueno; el gringo es malo— mientras que el estilo revela sus verdaderas intenciones, muy distintas de la discusión seria: emocionar.
Desafortunadamente, Desierto padece de los mismos lugares comunes que sus personajes y pone las habilidades de Jonás Cuarón como director al servicio de un guión —escrito por él y Mateo García— que, de haberse situado en una locación menos polémica se habría considerado una cinta de acción sin ambición. Como no es así resulta ser un filme superficial.