De todas las extrañas costumbres mexicanas, una de las que más saca de onda a los extranjeros es nuestra afición a los dulces enchilados, ¡mmmm! Estos cuatro son básicos en la dieta chilanga, fuente infinita de gastritis y salivación descontrolada.
La huella que este dulce, extraordinariamente simple (azúcar, chile, sal, ácido cítrico), ha dejado en nuestros corazones y estómagos, es tan grande que hasta funciona como nombre genérico —a cualquier chilito en polvo se le llama ‘Miguelito’, aunque sea de otra marca—. Con el auge de las jicaletas lanzaron unas variaciones de sabores extraños, pero no hay nada como el clásico para tener un flashback a nuestra infancia.
TARUGOS DE TAMARINDO
Aunque lo puedes encontrar empaquetados bajo varias marcas, el mero mero es el tarugo de puesto callejero o de canastita itinerante, al que le puedes agregar su limón y hasta su salsa picante (porque los mexicanos no tenemos llenadera). Su tamaño extragrande provoca que guardes la mitad envuelta en una servilleta dentro de tu bolsa… lo cual invariablemente se te va a olvidar y terminarás con tus pertenencias pegostiosas.
Fabricada por una marca tapatía llamada Alvbro, es una de las golosinas más extrañas y absurdas, no por el sabor, sino por la forma: ¿un pollo rostizado? ¿En serio? ¿Qué podría ser menos sexy? ¡Pero qué rica! A diferencia de las paletas con cobertura picante, ésta tiene la ventaja de que el chilito está incorporado al caramelo macizo y así no se le agota el “chiste” a medio comer. Es padrísimo cuando te la dan de postre en la fonda (porque es eso una gelatina cueruda horrible).
A la hora del recreo era uno de los postres más solicitados, y cuando tenías dinero extra hasta te echabas unos tres o cuatro. Crecimos y ahora los Pulparindos vienen en mil presentaciones locochonas: hay uno extrapicante, uno aguadito que viene en un contenedor de plástico que tienes que apachurrar, unos que son en bolitas… Pero nada superará la barrita clásica, cubierta de polvito blanco que te manchaba el uniforme.
(Tamara De Anda)