Amo el frío chilango. Me fascina ver a la gente envuelta hasta las orejas en el Metro a pesar de que en el vagón estamos a 40 grados centígrados. Me encantan las chamarras de cobertores San Marcos; de hecho: ¡qué hermoso que cobertores San Marcos y sus tigres y sus rosas y sus virgencitas sean referencia de frío en esta ciudad! Pero, sobre todo, me encanta que al primer frente frío de la temporada todos corremos a buscar una sopita.
Con “sopita” me refiero a pozole, birria, pancita, consomé de barbacoa para sorber entre taco y taco… Y aunque nunca le voy a decir que no a un humeante y espeso pozole verde con un montón de aguacate y chicharrón, siempre volteo hacia la cocina asiática en busca de una sopita reconfortante. Asia tiene los mejores sopones que curan crudas, gripes y desamores. El truco es el caldo. Como en la vida: el fondo es lo que importa.
Una de mis favoritas la tiene Sesame (Colima 183, Col. Roma Norte) y está entre Tailandia y Vietnam, hecha a base de la piedra fundacional de ambas cocinas: un caldo profundo de pollo, res y puerco con un montón de hierbas frescas. Lo que haya, al caldo.
A eso se le suman los elementos que la hacen la señora sopa que es. Están los suaves (fideos de arroz y leche de coco), los crujientes (nueces de la India y cebollín fresco), los proteicos (carne de pollo, aunque también puede llevar res y camarón) y los aromáticos (cilantro fresco y hierbabuena fresca sin fin). Tarán, ahí está la gloria de las sopas asiáticas.
La Kai, además, tiene curry amarillo (suficiente, no demasiado), un montonal de jengibre y lemongrass. Es el tipo de sopa que abarca todo, desde la lengua hasta el esternón, con su sabor medio rasposo pero a la vez dulzón. Una vez que das el primer sorbo lo mejor es no parar, seguir sin pensar ni hablar hasta ver el fondo del plato.