Mucho se ha hablado de cómo el cine contemporáneo glorifica a la violencia. Año tras año, los eternos y casi siempre imbéciles debates sobre si la más reciente película de Tarantino está inspirando psicópatas, o sobre si el blockbuster superheróico de moda está insensibilizando a la niñez con sus altos niveles de violencia, se reproducen con viralidad en los medios masivos de comunicación, sin percatarse de que la glamourización que el cine moderno ha hecho de la violencia no hace más que ensanchar la barrera conceptual que existe entre violencia fantástica y violencia real.
La hiperestilización de Tarantino y sus pupilos poco o nada tiene que ver con la violencia que se vive día tras día en el mundo “real” —y que se ha vivido desde mucho tiempo antes de que el primer homínido utilizara una roca para averiguar lo que se encontraba dentro del cráneo de su enemigo—. Porque aquel que se atreva a decir que el cine ha contribuido a que estemos peor que nunca respecto a la violencia social, tal vez debería abordar su máquina del tiempo para turistear en las floridas guerras prehispánicas, o pasar un par de días en la Mongolia de Gengis Kan.
Es precisamente por la notable separación que existe entre la violencia real y la representada en el cine contemporáneo, que asombra una propuesta como la de Lex Ortega, director de, la que probablemente sea, la película más devastadora y violenta que haya parido el cine mexicano. Y si algo más terrible se ha filmado con dinero mexicano, no lo he visto y probablemente no quiera hacerlo.
Tras una breve introducción en la que Ortega contextualiza la cantidad de homicidios que se resuelven año con año en la ciudad de México, Atroz narra la historia de un policía citadino que detiene a dos hombres involucrados en un accidente automovilístico. Un policía, arquetipo del oficial corrupto mexicano, encuentra en la guantera del auto una cámara cargada con una cinta que decide rebobinar y darle play, liberando los horrores que habitan en ella.
Ortega es un cineasta valiente que en Atroz se atreve a pisar terrenos poco explorados, incluso para los estándares del torture-porn-horror, sacrificando así cualquier posibilidad de distribución comercial por el deseo de mantener intacta su visión creativa original, pues es más factible que veamos una corrida comercial de Pink Flamingos (Waters, 1972) en CINEMEX que una de Atroz. El demencial catálogo de horrores con el que Ortega somete a su público dista mucho de ser gratuito, ya que la deconstrucción psíquica que el director mexicano hace de su personaje principal —un psicópata interpretado por él mismo—, a través del found footage de las múltiples grabaciones que las autoridades mexicanas encuentran conforme avanza la investigación, es de una lucidez notable, que por desgracia contrasta con el inconsistente y poco trabajado “giro” final.
Atroz no sólo es una de las pruebas más palpables de la calidad de la nueva ola de cine de horror mexicano, sino una de las pocas piezas fílmicas que por momentos consiguen derribar la barrera entre realidad y fantasía, sometiendo al espectador a un horror irrestricto, que en su meticulosa búsqueda de la toma burda y antiestética transmite una ineludible sensación de veracidad. Para nuestra mala fortuna, lo que Ortega presenta en pantalla no es exagerado; Atroz es sólo una pequeña probada de una realidad social que está ahí, oculta en las calles que atravesamos todos los días rumbo al trabajo, en las venas de los núcleos citadinos que se han salido de control, y tal vez, sólo tal vez, dentro de nosotros mismos.