En el primer trimestre de gestación de un embrión humano, se desarrollan los ojos, las piernas, los brazos y las huellas digitales. Después aparece el pelo y comienzan las patadas. Para el sexto mes, pasa entre 18 y 20 horas dormido. A partir de este momento, es capaz de orinar y llorar. Dicen que puede saborear lo que come la madre y que prefiere las voces femeninas (por agudas). Finalmente, en el último mes, es capaz de distinguir la luz del exterior.
Todo esto viene a cuento porque el protagonista y narrador de la novela más reciente de Ian McEwan es un feto que, desde el vientre de su madre, descubre los planes para asesinar a su padre, John, un editor de poesía solitario, corpulento y pusilánime que sueña con reconquistar a su mujer recitando versos de memoria, y después, cuando nazca, encontrar una forma para deshacerse del pequeño.
Las mentes detrás del terrible crimen son Trudy (quien en su vientre lleva al embrión filósofo que narra esta novela) y su amante, Claude, tío del feto, un impostor banal, “canalla simpático” y “oportunista pintoresco”, quien insiste en silbar tonos de celular y está encaprichado en recuperar la mansión gregoriana valuada en ocho millones de libras que heredó su hermano mayor.
Compartiendo el útero femenino junto al narrador, el lector se descubre sumido en una total oscuridad, suponiendo todo el tiempo y convirtiéndose en detective de un crimen grotesco y absurdo.
Lejos del tono al que el escritor inglés nos tenía acostumbrados —saliéndose de su zona de confort y obteniendo buenos resultados—, Cáscara de nuez es el medio ideal para adentrarse en la obra de uno de los autores más prestigiosos y reconocidos de la literatura anglosajona actual.
Ian McEwan,
Anagrama,
Barcelona, 2017,
217 páginas, $396