Necesito mandar mis recibos electrónicos cuanto antes para que a inicios de junio me paguen un par de freelances que me ayudará a sobrellevar esta rara fase sin empleo formal, en lo que termino mi nueva novela.
Las empresas se encargan de que el trámite lo haga sentirse a uno como un insecto que no comprende la existencia de los vidrios: topes y topes contra un enemigo invisible. Tienes que darte de alta en su base de colaboradores, mandarles todo tipo de documentos abusivos, suscribirte a sus calendarios incongruentes, etc… Un infierno de vaivenes administrativos, una breve calle de topes con escasos tramos pavimentados que no va a dar a ningún lado. He cumplido con lo requerido, entro a la página de Hacienda y la pesadilla se ahonda, recordándonos ese dictum de que el infierno es infinito. Me comenta una aplicación salida de la más porosa Edad Media que mi FIEL ya no se llama así y que además expiró. Ahora se llama e-firma, cosa que me evoca al grito contra el portero que tanto se ha popularizado en los estadios de fut. Trato de renovarla y, sorpresa, mi certificado “no sé qué madres” también expiró ya. Es como una línea de dominó que cae, pero en reversa. No hay espacio para la esperanza, la exaltación del alma ni todo lo bello que hay en el globo de la tierra y el agua. Es sencillamente frustrante. Voy al módulo exprés y me hacen formarme en la casa de luz y sombra del caballero dorado de Géminis por una hora y media para sacar una cita. Cita que podría tramitar desde casa, pero no, porque “ahorita no está liberada la página”. Nos colocan unas estampas tan fluorescentes como numeradas. Una chica grita quedito: “Del uno al 20” fórmense aquí. Un anciano adorable se acerca y le pregunta: “¿Hasta cuál número, perdón?”. Me da mucha risa que él trae el 21.
¡Bah! Al fin que, en un país como este, cobrar por escribir literatura es bien poco profesional.