Es estúpido hasta las lágrimas que en pleno siglo XXI los autos no se muevan por sí mismos. Todos los vehículos deberían estar sincronizados y trasladarse de un punto a otro sin necesidad de que un ser humano silvestre los controle torpemente por calles mal planeadas. Que los aparatos tomen las decisiones, guardando la distancia y respetando básicas leyes de tránsito por el bien de todos. En este entorno futurista uno podría aprovechar el camino para beberse un coctel o tener sexo. ¡O ambas!
Ah, pero el olor a auto nuevo. Ah, pero lo emocionante que es jugar arrancones en el Ajusco. Ah, pero si hay pocas cosas tan emocionantes como mentarle la madre con el claxon a una lenta ancianita. El placer de venir echando carreras con el chofer de la micro y la dicha de “darse” un semáforo. La Ciudad de México es intransitable, un funcional bloque de autos tratando de desenredarse con rumbo a centros comerciales, escuelas y edificios de oficinas. Nos tomamos demasiado en serio las películas gringas en las que ya manejar te volvía el mero mero de la prepa. Jamás he comprendido el estatus social que te otorga ser dueño de un auto. No sé de marcas, no conozco las partes que conforman un motor. Ahí donde hay un coche yo veo las ruinas de un siglo. Aparatos que comprobadamente no nos hacen la vida más viable. Yo no sé manejar. Jamás me interesó realmente. Prefiero avanzar la ciudad a pie. Si me es posible evito el transporte público. De hecho estoy convencido de que la felicidad consiste en que tu vida se desarrolle a 20 cuadras de donde duermes. Basta con tener a la mano un café silencioso donde leer, un par de sitios donde sirvan los vodkas cargados, dos cines, dos restoranes de confianza y el estadio Azul. Hay a quienes la bici les funciona. Lo demás es ocio, la rabia por no circular un día, ganas de perder la vida a lo menso.
De la contaminación y del derecho a respirar aire limpio, mejor ni hablamos.