El New York Times recién nombró a la Ciudad de México uno de los principales destinos turísticos de 2016. Y cómo no va a ser si en un rango breve de tiempo han venido a pasearse tanto el vicario de Dios como los Rolling Stones. Ciudad de polos que se tocan, decían nuestros abuelos. Comida, chupe, fiesta y parafernalia en cada esquina. No es choro: en tiempos recientes he visto a más extranjeros comiendo garnachas, arrastrando maletas con rueditas y tomándose selfies al lado de Diana the huntress, como le dice Instagram a mi pétrea caderona.
No me queda duda de que Paseo de la Reforma es la calle más bella de la ciudad, es nuestra carta fuerte. La vía más agringada, dicho sea de paso. Obras negras que serán edificios imponentes, negocios, museos, hoteles, “Gastarbucks”, bares y basura. Mucha basura. Pero no bolsas de papitas, ¡no! Hace unos años hubo sobre Reforma una exposición de bancas curiosonas: desde la banca hecha de naipes hasta la banca con forma de navío. La gente se retrataba sentadita en ellas. Acto seguido, las desvirtuaron e intervinieron. Las bancas siguen ahí, rayoneadas, rotas y en ruinas.
Luego hubo una exposición de péndulos. ¿No sigue ahí pudriéndose de pie uno que funcionaba a base de agua? Enmoheciéndose por dentro a la altura de Génova. O qué tal el que yo llamo el Monumento al Chiquero afuerita de las oficinas de la Secretaría de Cultura, cuya base de madera está amenamente decorada con botellas de Coca-Cola. Tanto rato llevan ahí que son de las que en la etiqueta traían nombres de humanos. Para no ir más lejos: sabrá Dios por qué motivo, en la zona donde está la Embajada de EUA, tienen ellos secuestrado un cacho de calle y un jardín descuidadísimo y enrejado que más bien parece un lote baldío. Calle hermosa castigada por el polvo, grafitis de tantas marchas y el abandono.
Vengan, turistas. La Ciudad de México es un sitio incomparable a pesar de que nuestros gobernantes se han tomado demasiado literal eso de que somos el ombligo de la Luna.