En el país donde vive Emma las cosas no van bien: ha comenzado a desaparecer gente, la situación es violenta y a ella sólo le dicen que debe cuidarse. No entiende mucho de eso; tiene ocho años y le gusta coleccionar objetos curiosos y excepcionales —como el pelo de sus mejores amigos, listones y pedazos de vestidos, timbres, cerillos o mapas— que conserva en su propio museo.
Sus padres son periodistas, su tío fotógrafo y ella pasa las tardes con su abuela. Un día, su tío no aparece más y, sin entender la razón, sus padres deciden exiliarse en otro país. “¿Por qué?”, es la pregunta que resuena en la cabeza de Emma, para quien el mundo, de un día para otro, ha dado un vuelco de 180 grados. “¿Dónde está él?, ¿por qué tenemos que irnos?” cuestiona a sus padres y ellos no saben responder.
¿Cómo explicarle a un niño una desaparición forzada?, ¿cómo decirle que, a veces, tus ideales políticos, tu trabajo o retratar las injusticias pueden convertirte en un blanco del gobierno?
En un tema tan duro, la forma es delicada. Contarle un problema así a los niños es un ejercicio valiente porque no sólo requiere de ingenio sino, sobre todo, de sensibilidad. Algo que Micaela Gramajo y Daniela Arroio entendieron y aterrizan bien en Cosas pequeñas y extraordinarias, montaje que escriben, dirigen y actúan. En escena las acompaña Sergio Solís –que además del papá, interpreta a un divertido gato– y Mario Eduardo León, quien también hace el diseño escénico y la iluminación. Dos pantallas donde se proyectan ilustraciones, animaciones en vivo y dibujos conforman el dispositivo escénico que se complementa con la música de Jacobo Lieberman y el vestuario de Ana Bellido.
El país de Emma puede ser cualquiera. El desplazamiento forzado es un problema que atraviesa todo el mundo y que no sólo afecta a los adultos, sino también a los niños, quienes lo sufren igual y necesitan entender, adaptarse y buscar una nueva forma de hallar –en sus nuevos hogares– cosas pequeñas y extraordinarias.