Repruebo la moda de burlarse porque Leonardo DiCaprio no ha ganado el Oscar. El hombre es un buen actor al que tristemente le ha tocado desempeñarse casi exclusivamente en Hollywood y sus organigramas. Todo el morbo generado alrededor de si lo consigue, o no, este año sólo deja muy en claro lo lejos que estamos de comprender que el cine es un arte en pañales. Una forma novedosísima de traducir en lenguaje audiovisual nuestros anhelos, miedos y entelequias. Además, cualquiera que le haya puesto el mínimo de atención al certamen sabe que no hay manera de que en un futuro a mediano plazo no se le entregue un Oscar por trayectoria. ¿Cuál es la prisa?
Cuando sea propicio colgar los tenis, y en el recogimiento propio de mi hora última, seguro estoy de que no pensaré: “Ay, bueno, me muero, pero al menos me gané los Juegos Florales de Zumpango y publiqué ocho novelas. Una, de hecho, tenía 400 páginas”. ¡No! Lo que me hará descansar en paz será el conocimiento de haberle dedicado toda mi vida a la palabra escrita. Es decir, que escribí en la medida que mis evidentes y evolutivas limitaciones literarias, espirituales y emocionales me lo permitieron.
Los actores acaso la tengan más fácil y el resumen de su vida sea un collage de imágenes de sus películas intercaladas con otras, no sé, de cuando nacieron sus hijos o quizá algún viaje remoto, alguna cogida. En el caso de DiCaprio:
DiCaprio como Rimbaud clavándole un cuchillo en la mano a su amante Verlaine. DiCaprio megalómano diciendo que nadie se hundirá en su yate porque él tomó una (1) clase de buceo. DiCaprio Montesco gritando que sólo es una marioneta del destino, con su camiseta hawaiana empapada. DiCaprio dibujando una computadora en una servilleta para explicarle a su esposa embarazada lo que será el futuro. Y, sin duda, el DiCaprio de Woody Allen ebrio en una horchata. DiCaprio siendo, pues, un representante digno de lo que es el cine en estos tiempos que corren.
Por cierto, no me gustó nada su acongojado papel en The Revenant.
