Cuando luego de un viaje, una fiestota o una pesada jornada laboral veo a la distancia al Ángel de la Independencia, suspiro relajado. “¡He llegado!”. De más joven me pasaba lo mismo al prever la casa de mis padres al pasar por General ‘Canalla’.
A cada quien habrá algo que lo reconforta ante la inminente llegada al hogar: una M de McPerro, un vagabundo, la penúltima caseta, la caja de luz de unos tacos, etcétera… Me rehúso a creer que alguien se siente bienvenido al recibir de golpe el aroma a desperdicios del río de mierda sobre el que Santa Fe está construido.
Esta semana me despido de Santa Fe. Ya no trabajaré más en esta uretra plagada de bobos edificios inteligentes. Esta zona de la ciudad donde es más indiscutible el castigo bíblico ese de trabajar inagotablemente la tierra para conseguir sus frutos. Santa Fe, muégano de centros comerciales y gente alimentándose mal y por turnos, pisos 24 desde donde no se alcanza a ver ni el Ángel entrañable ni la individual efigie a la juventud perdida. Autos, autos, más autos, siempre sumando en un trafical inhumano.
Dice Efraín Huerta en el poema que da nombre a este texto: “Ciudad tan complicada, hervidero de envidias, criadero de virtudes desechas al cabo de una hora”. ¿Una hora? Se volvería loco el poeta si viera lo vertiginoso que en Santa Fe caduca todo lo espiritual. Todo lo que exalta al alma no cabe aquí, muere. Harto de leer en un Starbucks, digo adiós a estas calles sin peatones pero plagadas de cruces de muertos accidentalmente.
Adiós a estos árboles hartos de ser árboles, verdura gris, empleados hartos de ser empleados, aire irrespirable que entra chueco. Bye a esta zona de la ciudad donde la vida se mide en quincenas y los maniquíes sin iris (y en ocasiones también sin cabeza) nos observan lúgubremente desde sus jaulas de vidrio, acaso recordándonos que moriremos bien vestidos. Santa Fe no tiene tapete de bienvenida y yo me despido diciéndole: chinga tu madre.