Fotografía: Cortesía
- Perdona que te detenga, no te quiero vender nada, perdón, perdón.
Se me acerca, me toca el hombro, se aleja, se detiene frente a mí.
- Disculpa, de verdad no es nada malo, perdón. Es que…Quiero saber qué haces con tu cabello para que se vea así.
No estaba lista para responder. La pregunta me descolocó. Nadie me había detenido para preguntarme cómo hago para tener el cabello como lo tengo. Y he tenido el cabello de siete colores, al mismo tiempo, durante los 90 cuando no había nada más que Kool Aid para pintarlo.
La pregunta sonaba urgente y yo no entendía nada. Respondí cortante, pensando ser amable y práctica: “Lo lavo una vez a la semana”. La respuesta provocó asco. El interrogatorio se detuvo en seco cuando el extraño me miró a los ojos, levantó las cejas y frunció los labios.
Mi cabello llamó tanto la atención como para que me detuvieran, pero la explicación de su estado provocó rechazo.
Por supuesto que tan pronto se fue la persona extraña revisé que tuviera la cartera y el teléfono en su sitio. La admiración de lo cotidiano no es común en la calle, se usa para distraer y sacar ventaja. En esta ocasión no fue así, la urgencia extraña quería mi apariencia, nada más. Todo estaba en su lugar, el dinero, la telefonía, los chinos.
La pregunta, sin embargo, no me soltó. Me ha perseguido varios días al punto de preguntarles a ustedes, interlocutores sin urgencia, cuánto gastan para que su cabello se vea como les gusta.
Sus respuestas, en público y en privado, no lograrían que un estudio de mercado validara invertir en ningún producto para el cuidado capilar, pero les aseguro que todas indican que lo que queremos, es sentir validación.
Queremos que nos vean como nosotros vemos a quienes quisiéramos tener cerca.
En el chisme capilar, me entero que quien menos gasta, ocupa esos $50 pesos en un mes, quien más: $3,500. Desde “mi hermana me despunta una vez al mes”, hasta la visita inesperada a dermatología después de haber contraído COVID. Gastamos en tinte, estabilizadores de color, estimuladores de crecimiento contra miedo a la calvicie, relajantes, reconstructores, aclaradores y correctores que intentan aliviar la frustración por alcanzar un estándar. Hay frío por la falta de pelo, hay vergüenza por las críticas, hay fastidio por cumplir estándares.
También hay respuestas que buscan efectos capilares que no consigue ningún producto embotellable: “y de todos modos nomás se me ve como quiero un ratito”, “invertiría más dinero, no más tiempo”, “yo sólo quiero que me hagan piojito, y con este pelo, ¿cómo?”.
Pareciera que en lo que se invierte no es en el cabello, si no en el refugio que podría darnos ante el miedo a envejecer, a los efectos de enfermar, al rechazo que provoca no cumplir con los estándares.
En esa tabla de gastos, mi pico fue de $2,000 mensuales. Mis hábitos actuales no entran en el rango que sus respuestas marcaron. Compro tres productos: Jabón de barra, $130 pesos cada 3 meses. Acondicionador de barra, $200 pesos cada 6 meses. Cera para moldear cabello, $350 pesos cada 2 años.
No creo volver al régimen anterior. No puedo pagarlo pero además, si tuviera esa cantidad de dinero, lo gastaría una honguera para tener setas todo el año.
A quienes me respondieron sobre su régimen y sus miedos, también les pregunté si los envases de los productos que usan, pueden ser reutilizados, o si de alguna manera buscan no contaminar. Escalofriantemente, no es prioridad. Contaminar por conseguir quitarnos esos miedos, no es un precio que nos importe pagar.
Llevo consistentemente 5 años sin comprar ningúna clase de producto cosmético que venga envuelto en plástico. Y comienzo a acostumbrarme a estas conversaciones que provocan urgentemente hablarse entre extraños, a comentar sobre los cuerpos ajenos. Si la apariencia no cumple con ciertos cánones, quienes te ven, ya sea en una pantalla o en la vida real, comienzan a tener comezones, preocupaciones, miedos.
“Te ves cansada”, cuando no te maquillas. “Qué bonitos tus chinos, traes un look super relax… a la junta”, cuando a alguien le parece poco profesional la libertad de mi cabello.
No ser presentable da miedo. Y el miedo quita el sueño.
Yo tengo otra clase de miedos. El sueño se me va pensando en que respiramos microplásticos. Qué hay neonatos con microplásticos. Qué hay agua embotellada en plástico. Que el microplástico que vive en nuestros chilangos pulmones, tiene un ingrediente favorito: el celofán. Ese que envuelve el regalo contenido en una botella, dentro de una caja, dentro de una bolsa.
Antes de que esta investigación nos aclarara el fenómeno, cuando yo era niña, cuando mi mamá compraba jojoba fresca y una botella de Vanart Rosa nos duraba un año, se hablaba de la contaminación por smog y cómo fumar nos ayudaba a relajarnos de las tensiones de un mundo cambiante y peligroso qué tal vez, en un futuro no tan lejano, no tendría agua.
Entonces, me quita el sueño el agua, el microplástico existente en los pulmones de la persona neonata, envuelta en líquido amniótico, dentro de una bolsa tan delicada que si se rompe pone en peligro su vida y la de quien sostiene la matriz adolescente donde se cocinan dos futuros.
No, gracias, no quiero un relajante de keratina con micropartículas de aceite de macadamia de monocultivo amazónico, cuyo empaque café mate está decorado con distintas tintas para simular lo que una persona promedio entiende por macadamia… envuelto en celofán.
Me quita el sueño saber que pude no consumir algo y caí.
Me quita el sueño bañarme y usar más agua de la indispensable. Me quita el sueño comprar lo innecesario para llenar de basureros el planeta a quienes vienen después de mí.
- ¿Bañarte te da culpa?
- ¡Claro! Bañarme me da culpa. Me meto a la regadera haciendo malabares para ahorrar toda el agua posible.
- Y entonces, ¿cómo le haces para tener los chinos así? Todos parejitos, todos suavecitos.
- Jabón de barra, acondicionador de barra, cera para barba. Y los lavo poquito. Los peino poquito. Los toco poquito, los dejo que sean.
Su mano, que segundos antes descansaba en mi nuca mientras jugaba con los chinos, se detiene. Luego se aleja despacio. Mi espejo, mi compañía, llena su rostro de una tristeza incómoda.
- Te despeiné. Perdón.
Tomo su mano, la abrazo con la mía.
- Mis chinos son para quien yo quiero que los despeine.
El control que ejerzo sobre mi cabello implica que sea libre para ser tocado, para darle refugio a los dedos intranquilos de quien quiero, que me quiere como soy, como me veo: impresentable en las juntas, desaliñada para los eventos, no perfumada para los estándares. Mi cabello es un punto más de encuentro para el afecto y el cariño que nos damos quienes compartimos confiar nuestro cuerpo, su piel, su pelo, sus olores porque encontramos refugio en tocarnos como hacen los gatos cuando duermen acompañados y acicalan mordiendo, lengüeteando.
Siento a mi cabello como un refugio para los miedos que no puedo controlar, que nadie puede controlar, ni yo ni los gatos que me acompañan, ni la gente con la que me quiero, ni tú que me lees, ni yo que te imagino haciéndolo.
¿Cómo le pongo precio a cómo quiero que se vea un refugio?
Detrás de cada miedo, hubo un anhelo desesperado por asegurar control. Y no hay ciencia que baste para atrapar la respuesta al problema que sigue vivo. Que se despeina.
Texto por María Isabel Mota