Nuestro cuerpo ha sido diseñado por la evolución para comer carne. Fui vegetariana durante nueve años. 3,285 días sin comer un solo taquito al pastor. Hace seis acepté que pertenezco a la especie que mata para comer pero hice un acuerdo conmigo misma para ser consumidora responsable.
Hace poco recordé ese viejo deal cuando vi cómo se hace la barbacoa de principio a fin. Desde que el borrego está vivo hasta que hay taco con limón y salsa.
Confieso: tenía la imagen de un carnicero –oficio con nombre de asesino en serie– que me enseñó Delicatessen: un hombre desaliñado o desdentado con un hacha en una mano y un mandil blanco manchado de sangre. Teodoro Nieto y su hijo Diego, los barbacoyeros del restaurante La Gruta (Puerta 5 de la Zona Arqueológica de Teotihuacán), me cambiaron esa imagen para siempre con su templanza y mirada amable.
Presencié el beneficio –mejor que decir matanza–, que fue mucho más rápido y pulcro de lo que imaginé. Después observé a Teodoro quitarle la piel a un cadáver fresco. Mis latidos se aceleraron solo durante unos segundos. Lo que creí sería un ejercicio de fuerza bruta fue de paciencia y precisión. Entendí: cuando el animal no sufre durante su muerte todo está bien en el mundo y podemos ser omnívoros felices.
Después vino el momento de hornear cuarenta kilos de carne envuelta en pencas de maguey en las profundidades de la tierra. Teodoro lleva tres cuartos de su vida repitiendo el mismo proceso pero lo hace con la solemnidad de un acto precioso –como una coronación o un entierro. Alimentó bien al borrego, lo mató y lo cocinó bien. Cumplió el ciclo de la vida con un respeto inconmensurable. Así sí.
A la hora de sorber el consomé a las 10 de la mañana con un frío calador, pensé: es posible comer barbacha y seguir siendo buena persona.