Podemos leer reseñas de los medios, críticas de los críticos, recomendaciones de los comensales, o escuchar los rumores de los que oyeron decir que alguien fue y que dicen que le gustó. Las opiniones condicionan nuestra experiencia, pero solo hay una manera de tener certeza sobre ella: viviéndola (comiéndola, bebiéndola). Como con las películas o los libros: te pueden contar pero mejor cuéntales tú.
Hace poco seguí una recomendación y caí en Tlacoyotitlán (Salvador Díaz Mirón 84, Col. Santa María la Ribera), “un paraíso garnachero”, decían, “exótico”, “único en su tipo”. Los lugares comunes para describirlo provocaron la primera duda. La segunda cayó con las siete páginas de su carta. No sé por qué desconfío de los lugares con tantas opciones, quizá porque poco aprieta el que mucho abarca. La tercera, más contundente, cuando el gerente me presumió que tienen “un arreglo” para tener insectos todo el año, sin importar la temporada. Congelados, obvio.
No está mal, cada quien sus trucos. El lugar satisface a un montón de personas que transitan alrededor del Kiosco Morisco. Es del mismo tipo de los restaurantes situados alrededor del zócalo de una ciudad colonial: turistero (inserte emoji de decepción).
Otra recomendación me llevó cerca, a Estanquillo el 32 (Enrique González Martínez 32, Col. Santa María la Ribera), una tostadería, mezcalería, chelería, un espacio bonito con un montón de plantas. La cocina ofrece lo que las compras en el mercado dispusieron: quelites, chapulines, aguacatito. Nada del otro mundo, pero, eso sí, bien sazonado, abundante, barato.
Es el tipo de changarro al que caen los vecinos, la banda que visita El Chopo o cualquier transeúnte cuya mirada fue atrapada por su estante lleno de chelas de la colonia: de barrio. (inserte emoji de corazón).
En las recomendaciones como la vida: a veces se pierde, pero luego se gana.