16 de mayo de 2012. Sobre la explanada del Palacio de Bellas Artes unas quinientas personas se habían congregado. Algunas se guarecían del intenso sol con sombrillas; otras más se cubrían con los libros que llevaban a manera de homenaje o como si en ellos hubiesen querido obtener la última firma y la más importante, la del adiós de Carlos Fuentes, quien había perdido la vida un día antes.
Mientras unos esperaban pacientes, alrededor de las vallas metálicas que protegían las esculturas negras, pulidas de Botero y la carroza fúnebre, otros más aprovechaban para hacer alarde de su devoción por la obra del escritor. En las portadas de los cubresoles improvisados se leían los títulos que inmortalizaron a su autor y viceversa: Gringo viejo, Aura, La región más transparente…
Las cámaras y los micrófonos, ávidos de conseguir la nota, se acercaban a un pregonero enmascarado que portaba en las manos un crucifijo y La muerte de Artemio Cruz. ¿Serían las ideas del autor o las que algún Eróstrato esperó largo rato para develar? ¿Serían las palabras que quería el escritor para sus exequias? ¿Habrá sido su deseo ser trasladado a Bellas Artes y que a su féretro se acercaran políticos y cientos de desconocidos?
Continuaba la espera, más sofocante por la incierta hora en la que se permitiría el acceso al recinto de mármol que por los casi 30 grados de temperatura. Todos seguían de pie, a ras de piso o sobre las jardineras, lo mismo que la venta de imágenes de Fuentes. Nadie quería perderse ese momento en el que se abrieran las puertas al palacio. Una señora había aguantado con estoicismo cerca de media hora a mi lado, o no sé si más, pues recuerdo haberla visto desde que llegué. Cuando tuvo la oportunidad se acercó y con aire de aflicción en el rostro me preguntó: “Oye, ¿quién se murió?”. “¿Y él quién es?”, siguió interrogando.
En algún momento apareció el rostro del periodista Javier Solórzano entre la multitud. Atendió a los medios con palabras escuetas y rápido abandonó la aglomeración. Minutos después, vestido de traje y banda tricolor en la frente, el polémico Juanito era entrevistado por un reportero. “¿Leyó algún libro de Carlos Fuentes?”, le preguntaron. “Sí. Cien Años de Soledá”, contestó apresurado y seguro.
Fue inevitable imaginar lo que habría dicho el escritor que era velado en esos momentos, si hubiese escuchado a Juanito. Apenas unos meses antes de su fallecimiento —a propósito de las pifias literarias que tanto afectaron en su campaña al entonces candidato del PRI a la presidencia de México, Enrique Peña Nieto, al confundir uno de los libros del escritor mexicano— Fuentes había dicho, durante una firma de libros en una reconocida librería de la capital, que no se le podía pedir a los políticos que leyeran, bastaba con que entendieran a su país y que lo gobernaran con personalidad.
Dentro de Bellas Artes, en la escalinata principal, estaba el féretro de Fuentes con la bandera de México. Mientras los lectores del escritor pasaban alrededor de él, los personajes de la política y el mundo intelectual se habían retirado o replegado.
La entonces titular de Conaculta, Consuelo Sáizar, departía con Denisse Dreser y Héctor Aguilar Camín en el restaurante. En tanto, otras figuras con mayor autoridad literaria que los que estaban afuera del recinto, eran las encargadas de dar las entrevistas: Hernán Lara Zavala, Mónica Lavín, José Gordon, Xavier Velasco. El presidente Felipe Calderón y el jefe de Gobierno del Distrito Federal, Marcelo Ebrard, ya se habían retirado del lugar tras realizar las exequias oficiales, decir unas palabras y montar la primera guardia de honor.
Otros enlutados permanecían en las sillas dispuestas alrededor del féretro. Entre ellos se veía al periodista Jacobo Zabludovsky y al filósofo y poeta Ramón Xirau; el primero, hablando con varias personas; el segundo, callado y en solitario, sin dejar de ver el ataúd con su deformado, siniestro rostro. En ese momento me dio la impresión de que la mirada de Xirau guardaba un enigma que sólo podían entender él y Fuentes.
Ahora que vuelvo a ese recuerdo, varios años después, más bien me parece que la cara de Xirau era la misma que se repetía en las cientos –quizá miles– de personas que pasaban junto al ataúd del escritor: la cara de quien no sabe qué tiene frente a sí.
Alguna vez Fuentes escribió, acaso pensando en su propia defunción, que la muerte iguala a todos los hombres; “no en el simple hecho de morir, ni siquiera en la conciencia de la muerte, sino en la ignorancia de la muerte. Sabemos que un día vendrá, pero nunca sabemos lo que es”.
Ese fue el último día que el consagrado escritor mexicano estuvo en Bellas Artes, rodeado de miles de personas, algunas artistas, estudiantes, gente de política o simples curiosos, algunas más conscientes que otras, pero muy probablemente todas, a final de cuentas, ignorantes de aquella razón por la cual estaban ahí.
(Fotos: Roberto González)