El principito (The Little Prince, 2015), de Mark Osborne, me parece la evidencia de algo peor que lo que denuncia el crítico Richard Brody en su texto sobre Intensa mente (Inside Out, 2015). Si Pixar, como lo plantea Brody, comete el error de simplificar la infancia al privarnos de sus caprichos, su sadismo y su sexualidad, su discípulo Osborne, además, arrasó con el brillante intento de Antoine de Saint-Exupéry por explicar no sólo esta etapa, sino la complejidad de la experiencia humana entera. El libro de Saint-Exupéry es una narración fantástica de lo que es ser niño y estar libre de prejuicios, de lo que es estar vivo y esperar la muerte, de lo que es estar enamorado y no saber amar.
La película de Osborne es primordialmente un rechazo a la novela corta y no el homenaje que su publicidad nos vendió. En una escena la pequeña protagonista termina de leer el libro y enfurece porque no puede saber si el principito se ha reencontrado con su rosa. Su amigo, el aviador, es incapaz de encontrar las palabras para aliviar el misterio, como muchos padres, abuelos o amigos que hayan entregado el libro a un niño. La escena representa la prisa de nuestros niños por saber, por tener cierre, acostumbrados a ello por la modernidad. La aventura en la que se embarca después la niña es un tranquilizador desafío a la muerte y a las desilusiones del mundo adulto que Saint Exupéry jamás planteó. Él sólo pedía no olvidar la infancia y observar el mundo con asombro.
A pesar de sus tretas, El principito, la película, no deja de ser una experiencia visionaria que refleja una de nuestras mayores fantasías: nunca crecer. Pero el poder de sus imágenes no es suficiente para enseñarnos la realidad en un sueño. Al contrario, la cinta de Osborne busca alejarnos de la verdad y alojarnos en la imposibilidad.