Creador de una filmografía enfocada en el dolor y la gracia, que se aparece como el tesoro al final de una aventura, Alejandro González Iñárritu se acerca cada vez más a un cine enteramente visionario, espiritual, puramente cinematográfico y puramente suyo. Pero aún está lejos. El renacido (The Revenant, 2015), a pesar de que su mercadotecnia se base en su originalidad, no es innovadora ni moderna, al contrario, está anclada en sus influencias y es deliberadamente antigua.
Primero hay que esclarecer a qué me refiero con sus influencias. Para desnudar a El renacido de toda significación histórica, habría que acercarse al cine de Werner Herzog y de Terrence Malick.
El primero arriesgó vidas para hacer sus películas, desde Aguirre: La ira de Dios (Aguirre, der Zorn Gottes, 1972) hasta Rescate al amanecer (Rescue Dawn, 2006), por no mencionar que cruzó un barco por una montaña para Fitzcarraldo (1982). Por su parte, en El árbol de la vida (The Tree of Life, 2011) Malick inventó junto con Emmanuel Lubezki el estilo visual que este último ejecuta en El renacido. El reencuentro con Dios mediante la naturaleza ha sido su tema principal desde Días de gloria (Days of Heaven, 1978).
En cuanto al pensamiento antiguo de El renacido, es evidente que acepta la ley del talión. Su conclusión quiere parecer otra cosa, pero Hugh Glass (Leonardo DiCaprio) decide el destino de un enemigo aun cuando dice: “La venganza está en las manos de Dios”. La trama sobre un héroe extraordinario en busca de la revancha se distingue de la poesía épica sólo porque carece de su complejidad y su pertinencia, es decir, si el ser griego está contenido en La Odisea o el anglosajón en Beowulf, ¿de quién se trata El renacido? Del propio González Iñárritu. Sus protagonistas son todos el mismo y él mismo, resistiendo el dolor para avistar a Dios.