El Oscar nos ha hecho pensar que la autoayuda es sinónimo del arte. Lo creemos en nuestras sociedades donde el canon lo dicta el aparador, pero la autoayuda es comercio. Con sus generalizaciones y su estilo apolillado por el lugar común, la autoayuda es un producto de nuestra ansiedad y nuestros hábitos de consumo: “Quiero estar bien. Lo quiero ya y lo quiero fácil”. Es la píldora para eludir al psiquiatra.
Ganador de dos premios Oscar y nominado a otros dos, Ron Howard es quizás el director esencial de un mañoso triunfo del espíritu. En En el corazón del mar (In The Heart of the Sea, 2015) su anhelo de superación nos muestra a un Herman Melville humillado por su talento inferior al de Nathaniel Hawthorne. La anécdota sobre el hundimiento del ballenero Essex le da no sólo la historia que necesitaba para escribir Moby Dick, sino también el coraje para componer su épica americana.
En una cuestionable versión del encuentro entre Melville y Owen Chase, sobreviviente del Essex, Howard manipula incluso la historia original con tal de obtener un espectáculo superior al que ofrecen sus pobres habilidades como visionario: el que ofrecen sus poderes como narrador sentimental. Carentes de complejidad psicológica, sus héroes y villanos sobreviven porque son sobrevivientes, codician porque son codiciosos. Su película es la Moby Dick de Occupy Wall Street y PETA porque en ella hacer negocios es malo y matar animales peor.
El melodrama, género predilecto de Howard y Hollywood, es maniqueo y manipulador en sus expresiones más simples; plural e intenso en las mayores. Siempre reflejo de una sensibilidad, no de un razonamiento. Pero Howard es torpe. La etiqueta de historia real en En el corazón del mar obstruye más de lo que realza la credibilidad, mientras que su popular estilo es una descarada invocación al Oscar.