Fotografía: Cortesía. Texto por Mariana Castillo
Todo un festín siendo tirado a la basura fue una de las escenas que se me quedaron grabadas de la temporada dos de Succession, serie que llegó a su fin. Logan Roy, el arquetipo del magnate moderno, pide al personal de servicio que desechen una pantagruélica cantidad de comida porque encontraron unos mapaches muertos en la chimenea. La opulenta familia come pizza a domicilio ese día.
Ese teatral acto de desperdicio es simbólico: los alimentos también son en esta serie, como en la realidad, una manera de demostrar y ejercer poder, son representaciones del estatus social, de las jerarquías, de lo que es valioso y lo que no. Por ejemplo, Kendall Roy asesinó a un mesero y quedó impune, porque las vidas importan más o menos según la clase social a la que se pertenezca, bajo la narrativa clasista.
Tom Wambsgans, quien nunca escatima en mostrar lo que consume, rechaza y desdeña el sushi de Bodega que le llevan de comer a la televisora por las asociaciones de este con algo “barato”, “corriente” y “popular”. “
Mi sistema digestivo es, básicamente, parte de la Constitución” es una frase que expresa, y que se parece a otras que he escuchado relacionadas con quienes siguen argumentando que existen “mejores” paladares que otros.
En la primera temporada, él consume hortelano, un platillo francés que, por fortuna, ya está prohibido. Incluso, obliga a Greg Hirsch a hacerlo como parte del constante juego de control y violencia que hay entre ambos. Además, está obsesionado con los vinos desde una visión arrogante, desde una búsqueda frenética por “lo refinado”.
Precisamente, él tiene otro diálogo que se convertiría en su mayor arma: “La información, Greg, es como una buena botella de vino. La guardas, la escondes, la reservas para una ocasión especial y luego, le rompes la cara a alguien con ella”.
Finalmente, Shiv, Roman y Kendall juegan una noche en casa de su madre (quien, irónicamente, es poco generosa y escatima con la comida y las porciones de manera enfermiza). Un queso entero y costoso lamido y babeado entero solo por el capricho de quien puede y quiere hacerlo. La decadencia de tres personajes, cuyas emociones y vidas son estrategia y transacción para llegar a un poderío que va más allá de las cuentas bancarias, es una analogía a ese licuado que se vuelve la líquida corona de un príncipe frustrado que nunca será rey.
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