En esta entrevista con Armando Vega-Gil nos habla sobre su novela
Traicionar al adolescente que alguna vez fuiste. A los sueños de cambiar el mundo o hacerlo explotar que definieron lo que hoy eres. En esta entrevista con Armando Vega-Gil podemos ver que para é no hay nada más terrible. Hoy, a sus 62 años, después de haber fundado una de las bandas de rock más emblemáticas de los años 80 —Botellita de Jerez—, de pasar por el cine, el periodismo, la foto y la literatura, teme que eso pueda ocurrirle a su hijo de seis años. Por eso, porque sabe que él no estará aquí para siempre, Vega-Gil escribió esta novela: Ritual del Lagarto (Ediciones B), un libro que tiende un puente entre los horrores y victorias del año 1971 —donde el misticismo de Carlos Castaneda, el rock and roll y la militancia política se mezclaban con el ocaso de los ídolos, las masacres estudiantiles, el fin del mundo conocido— con una modernidad donde el horror todavía gobierna.
Me llama la atención que dedicaras la novela a tu padre y a tu hijo.
Quería tender un puente entre ambos. Mi padre ya murió y no conoció a su nieto, que tiene seis años. Me quedaron deudas con mi papá. Él era fotógrafo —como el personaje del abuelo en la novela— y era un sujeto reservado. Todo su mundo de químicos, cuarto oscuro y ampliadoras, yo no lo viví. Mi hijo, en cambio, hoy hace fotos instantáneas. Yo tengo 62 años. Es posible que para cuando mi hijo tenga la edad de leer esta novela yo ya esté finado o tenga problemas. Este libro es una conversación hipotética con ambos: con mi pasado, con las deudas con mi padre, y con el futuro, mi hijo. Quiero que, de algún modo, sepa lo que yo consideraba chido o repugnante.
El tiempo tiene un peso especial en la novela.
Uno se angustia cuando el tiempo pasa muy rápido. Pero los físicos, los teóricos, no saben exactamente qué es el tiempo. ¿Es una sustancia o una medida o una textura? Hay muchas definiciones, pero es imposible de definir de manera concreta. Esto no es una novela de ciencia ficción, pero sí suceden estas reflexiones.
Algo que viene bien con el misticismo de Jim Morrison, una referencia crucial en la historia.
Cada capítulo comienza con un epígrafe de Jim Morrison o de los Doors. Tiene que ver con Las puertas de la percepción. Hay mucho de William Blake y de Aldous Huxley aquí, también de H.G. Wells y con las plantas de poder, con todo eso. Ayer alguien me preguntó si no estaba hablando de manera irresponsable sobre las drogas. Yo creo que las drogas hoy son una mercancía del crimen organizado, del capitalismo y de grupos de poder. Sigo sin creer que el peyote, que los hongos o que la misma marihuana —si la cultivas en casa, para regalarla— deban ser cata- logadas como drogas. Hay mucho de José Agustín también, de José Revueltas. Pero también de todo lo que está pasando ahora: es un intento de vincular lo que ocurría en el 71 —el Halconazo, la muerte de Morrison, Avándaro— con lo que ocurre ahora.
¿Qué opinas de las nuevas generaciones?
Algunos editores no estaban de acuerdo con mi libro. Decían que una novela juvenil tiene que ser escrita para los jóvenes de hoy: los personajes tienen que jugar videojuegos, usar tablets, chatear, todo este rollo. Otra cosa es que no podía haber un personaje adulto que fuera importante. Pero ¿por qué Harry Potter triunfó si no aparece una sola computadora? ¿Por qué los jóvenes siguen leyendo a Kerouac?
Hay un menosprecio muy cabrón por los chavos de hoy. Se piensa que son apolíticos, cuando en realidad no hay opciones políticas reales. Se piensa que están perdidos en su teléfono y sí, pero no se habla del poder cabrón de la evocación: a veces es más importante aquella persona que no está que la que tienes enfrente. Yo creo que hay un espíritu rebelde que en determinadas circunstancias explota. Está por explotar, porque nos están llevando al límite. Durante el sismo, ellos fueron el ejemplo.
Yo quería hacer una novela histórica, un retrato de la juventud en 1971, de las revueltas estudiantiles en México y París, del anarquismo magonista, del amor por Pablo Neruda, por la música de los Doors, por el sindicalismo, todo lo que en aquel entonces era chido, que contrasta con lo que se convirtió el personaje: un chavorruco que traicionó sus ideales.
¿Te ha pasado a ti, avergonzarte de lo que eres hoy?
Soy incongruente, sí, a veces. Pero el trabajo de la congruencia es enderezar el camino y se tiene que hacer todo el tiempo. Aún me considero anarquista, aún creo que hace falta una nueva moral, estoy convencido de que el arte es mejor que sacar a militares a la calle. Pero vivo en un mundo consumista: tengo mi iPhone y sé que eso implica esclavitud en algún país oriental. Estamos envueltos en eso. Pero intento viajar ligero por el mundo. No le deseo a nadie eso: convertirse en lo que más odia.
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