Es difícil para Hollywood vender una película que no entiende. ¡Salve, César! (Hail, Caesar!, 2016), el nuevo filme de los hermanos Coen es, en apariencia, justo lo que anuncia el tráiler: una farsa que parodia las producciones de los años 50 y gira en torno de la desaparición de una importantísima estrella de cine. Sin embargo, la película es mucho más que eso o que el desfile de estrellas que promete el avance: es una reflexión sobre la fe que ridiculiza la sustitución de una creencia por otra cuando las sociedades llegan al límite de la desesperación. El contexto de los años 50 es más que una mirada retrospectiva a los grandes años del sistema de estudio —que colapsó en los 70—: es el punto histórico en el que se reunieron las idealizaciones de Cristo, de la Revolución y del Capital, y en el que ganó la última y se inventó la modernidad.
Los Coen caricaturizan sus temas sin hacerlos superficiales porque entienden la forma en que opera la farsa: las actuaciones realzan la estupidez de sus personajes, y los gags evocan las comedias de enredo de los años 50 pero no para homenajearlas sino para desnudarlas de la grandeza que Hollywood supuso —y sigue suponiendo— que poseen. Un personaje explica que aunque él y sus colegas están convencidos de hacer arte, no están fabricando nada más que caramelos.
En Quémese después de leerse (Burn After Reading, 2008), los Coen expresaron la paranoia de manera similar: una sociedad de imbéciles en busca de un secreto y una recompensa mayores a lo que se esconde en realidad tras las agencias de espionaje. En ¡Salve, César!, los Coen atacan a Hollywood pero también a la sociedad estadounidense en general, una de las más conservadoras entre las naciones económicamente desarrolladas y, por ello, capaz de mezclar una vida de engaño con una de piedad.