En su libro de relatos más reciente, Tráiganme la cabeza de Quentin Tarantino —editado por el sello Literatura Random House—, Julián Herbert desarrolla la violencia en universos narrativos al filo de lo real: desde un grupo que no puede salir de una casa debido a los peligros del exterior hasta un encuentro con el fantasma de Juan Rulfo; desde un hombre que vomita sobre la madre Teresa de Calcuta hasta una invasión zombie cuyos momentos cumbre suceden en el Centro Histórico y la Condesa.
¿Cómo fue el proceso de escritura de este libro de cuentos?
Empecé a hacerlo en 2011. Fue un proceso largo y fragmentario, pero tuve tiempo suficiente para escribirlo con mucha calma. “M.L. Estefanía”, el primer cuento que escribí de este libro, surgió porque alguien le habló por teléfono a mi esposa para extorsionarla. Entonces, intenté abordar el tema desde el punto de vista de los extorsionadores. Este cuento está construido como una especie de western sobre un reportero de nota roja que se vuelve adicto al crack, y tras una serie de eventos que involucran a la burocracia, se convierte en una especie de extorsionador telefónico.
¿De qué manera este primer cuento fue el origen de los demás?
A raíz de su escritura, encontré una serie de herramientas narrativas que me gustaron mucho. Originalmente había pensado que ese texto iba a ser una novela, pero a la hora de comprimirlo, se convirtió en un cuento; me gustó la idea de trabajar con personajes con el potencial para una novela y circunscribirlos a un relato. Otro elemento es la influencia de los subgéneros del cine: terror, western, pornografía y ciertas formas pulp de la cultura.
Por eso el título del libro.
Para mí, la figura más brillante que ha retomado los subgéneros y ha desarrollado una estética más compleja con ellos es Quentin Tarantino, mi cineasta favorito. Entonces, empecé a construir cada una de las historias pensando en llegar al relato homónimo con el que el libro cierra. En él se hace referencia directa a Tarantino, aunque, como tal, no aparece en ningún pasaje.
Cuéntanos un poco más sobre el cuento que le da título al libro.
Hay un narcotraficante (basado hasta cierto punto en el Chapo Guzmán), que secuestra a un crítico de cine para que le explique la obra de Tarantino. El asunto es que el narcotraficante es idéntico a Tarantino, factor que crea un juego de espejos gracioso. El crítico de cine, entonces, hace una especie de resumen de su tesis de maestría, titulada La parodia y lo sublime; la explicación teórica de todo el libro está en esa especie de conferencia fragmentaria donde se hace una lectura que conecta los monólogos de las películas de Tarantino con los de las obras de Shakespeare. Por eso, Shakespeare aparece en la portada.
¿Cuál es tu película favorita de Quentin Tarantino?
Kill Bill, por supuesto.
Desde sus orígenes hasta el presente, ¿qué piensas de la llamada literatura del Norte?
Hay un escritor mexicano que se menciona poco y es, para todos los norteños, una piedra angular del tamaño de Rulfo: Martín Luis Guzmán, a quien considero mi abuelo literario. En su obra hay una gran cantidad de elementos que me influyeron: la prosa, la manera de estructurar, y las relaciones entre lo real y lo ficticio… Mucho de lo que nosotros hacemos viene de Martín Luis Guzmán. Después podría mencionar una literatura, que es más o menos conocida y con la que me identifico, en la que destaca el nombre de Jesús Gardea. Aunque en mi caso, siento mayor cercanía con Daniel Sada. Los pueblos que aparecen en los cuentos y las novelas de Sada son aquellos donde crecí: Sacramento, San Buenaventura, Castaños o Ciudad Frontera, localidad en la que transcurrió mi infancia. De alguna forma, veo como un vecino —en los términos de la “vecindad” del paisaje— a Sada.
Por otra parte, está la literatura con la que se formó mi generación. Me refiero a escritores que prácticamente nadie reconoce: Francisco José Amparán, Jesús de León… Sin embargo, esa literatura desembocó en el llamado movimiento de la literatura norteña, con autores tan conocidos como Eduardo Antonio Parra o Luis Jorge Boone. A nosotros, escritores del norte, nos fue muy bien, pero siento que ese movimiento ya fue. Se convirtió en un branding tan poderoso que la literatura se llenó de falsos norteños. Hay autores de todo el país, desde Veracruz hasta el estado de Hidalgo o la Ciudad de México, que han intentado escribir como si fueran norteños. Muchos de mis compas norteños se vinieron a vivir a la Ciudad de México, algo que yo no hice. Para mí no es tan importante escribir como norteño, puesto que no lo necesito.
También te puede interesar: “El sueño ha dejado un rastro en mi escritura”: Mircea Cărtărescu y Una mirada al universo de Eduardo Terrazas